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Desde mis primeros años, solía decirme mi finado tío Roberto que la sabiduría posee límites muy concretos, hijos de nuestras incapacidades y de la inmensidad del campo del saber; pero que la ignorancia carece de ellos: es de una infinita profundidad.
Me llama sobremanera la atención que, en las habituales críticas a la clase política, que abundan, y con razón, rara vez se señale ese aspecto de la personalidad de los dirigentes. Con honrosas excepciones, aquellos que se supone que nos representan, diputados, senadores, ministros, presidentes autonómicos, y no digamos alcaldes o concejales, brillan por su desconocimiento monumental de casi todo, pero sobre todo, de manera flagrante, de los asuntos que deben gestionar.
Se me dirá que existen políticos cultos y leídos diputados, como Juan Van Halen o Joaquín Leguina, que hasta ejercen como escritores, pero ésa no es la norma, sino la excepción. Que nuestros presidentes no hablen lenguas, o las hayan aprendido ya en el cargo (Zapatero ni así), es un síntoma llamativo. Por no hablar de los varios que han sido elegidos para el Parlamento Europeo sin hablar siquiera un castellano correcto. No incluyo en este repaso, desde luego, a los muy dignos miembros de la carrera diplomática, que suelen dejarnos en buen lugar, aunque mi preocupación tenga poco que ver con la imagen.
Un señor llamado a debatir sobre el cambio climático, por poner un ejemplo muy a mano, debería tener ciertos conocimientos al menos rudimentarios de química, física, geología, climatología y otras ciencias, o ponerse a estudiarlas de inmediato (más de dos tardes), antes de presentarse donde sea a dar una opinión y, lo que es más grave, votar respecto de decisiones que nos afectan a todos. Nos cobran por asistir a esos eventos. Y la verdad es que en su mayoría tienen serias dudas acerca de los elementos que componen el CO2.
Trinidad Jiménez. Tiempos hubo igualmente en que los ministros eran especialistas en el ramo del que se ocupaban. ¿Qué hace la abogada Trinidad Jiménez al frente de la cartera de Sanidad? Hay que reconocer que ordenar la vida de los profesionales y la salud de todos desde la nada requiere coraje y una concepción singular de la política como servicio. No les preocupa: gobierno y oposición están a punto de parir un pacto al que llaman, sin que se les mueva un pelo, "educativo", y no "sobre la educación" o, en el peor de los casos, "educacional"; pues no, "educativo", como si el pacto en sí mismo fuera a educar a alguien. (Los informativos caen cada día en decir que lo que no está bien no es el clima, sino la climatología, ciencia que en sí misma no es responsable de las lluvias ni del frío ni del calor, igual que los españoles de la calle solían decir de un hombre con mundo que tenía mucha "mundología").
Casi todo lo que este gobierno hace, lo hace desde la nada. Ni los comecuras oficiales se han ocupado jamás de leer la Escritura, ni las feministas oficiales conocen la larga polémica de la cuestión del género, ni los feroces antiamericanos que nos rodean en las alturas se han tomado el trabajo de sentarse (dos tardes) a hojear una historia de los Estados Unidos, por no decir de la Segunda Guerra Mundial. La ignorancia, por otra parte, es el principal determinante de la continuidad hasta el infinito de nuestra Guerra Civil.
Lo que más me inquieta es la intuición de la enorme medida en que esa clase política es reflejo de una actitud general de la sociedad en la que se origina. Y no me refiero únicamente a España, donde la cosa es gravísima en todos los niveles, y para constatarlo basta con una mirada a los criterios de selección de personal en las empresas, sino a cualquier otro país de los considerados medianamente civilizados. La argentina, por ejemplo, es una sociedad con fama de culta, pero sólo gobiernan ignorantes patéticos desde hace rato. No espero mucho de una Rusia devastada por setenta años de comunismo, pero el hecho de que el país de Tolstoi esté gobernado por siniestros personajes formados en el KGB o potentados que se rigen por la ley de la calle llama poderosamente la atención: hasta el zarismo era menos brutal, y dio lugar a un Pedro y una Catalina.
En España, la ignorancia está de moda. Pueden contarlo con lujo de detalles miles de profesores de instituto en ejercicio que hasta padecen violencia sistemática, y no por parte de los hijos de inmigrantes, que, aunque sea por la cuenta que les trae, mantienen un perfil bajo (y un rendimiento igualmente magro), sino por los retoños de nuestras clases medias y bajas.
Desde luego, la televisión formula un modelo ad hoc. Siempre me pareció una estupidez la afirmación de que la violencia de las series americanas generaba una tendencia a la imitación en los jóvenes espectadores. Los que creen que es así pueden quedarse tranquilos: los muchachos no ven series americanas, en general demasiado complejas, con guiones que reclaman atención durante periodos de entre ocho y doce minutos si se quiere entender algo. Además, han sido claramente desplazados del interés del espectador por la programación basura, que se encarga por sistema de popularizar figuras de muy dudosa moral, ninguna de las cuales tiene medios de vida comprobables, y cuyo nivel intelectual va poco más allá del analfabetismo, llegando a carecer de una sintaxis inteligible o de un léxico mínimo.
La cosa va de Gran Hermano a Escenas de matrimonio, un especie de serial empeñado en demostrar que toda convivencia entre hombre y mujer es deleznable, y que en su última edición ha sumado a las groserías de siempre una "familia de nuevo tipo", constituida por dos señoritas que comparten piso y que se odian tanto como las parejas tradicionales que aparecen en otros cuadros. Alguien dijo que el programa era pura violencia de género, y tenía razón: promueve el odio como lazo más habitual entre personas que ni siquiera son familia (los hijos brillan por su ausencia).
Pero la verdadera tragedia de todo esto radica en la indefensión ante el ataque ideológico: en la mayoría de los hogares españoles de clase baja y media baja nadie habla mejor que Belén Esteban ni tiene más disposición al aprendizaje de nada que los chulos que inundan Gran Hermano u otros programas de idéntica enjundia (Mujeres y hombres y viceversa, por ejemplo). La clase media suele viajar tal como lo hace un popular presentador que, habiendo regresado de Egipto hace unos días, había olvidado perfectamente todo lo que había visto y no sólo no se disculpaba por ello, sino que hasta bromeaba a propósito del tema.
La idea dominante es que, cuando llega a casa por las noches, la gente tiene necesidad de "distraerse", es decir, de vaciar su cabeza de los acontecimientos personales de la jornada, vaciamiento que, aunque ellos lo ignoren, se hace por inyección, es decir, sustituyendo unas cosas por otras: de la pobre vida individual de cada uno se pasa a la de algún torero que caza en su finca durante la veda y tiene hijos de dos mujeres que se odian, o a los problemas de los nietos del Caudillo (cosa que vende un montón), o a los repugnantes entresijos de la herencia de una cantante o de una baronesa que ama poco a su hijo, o a los devaneos turísticos de una duquesa con amoríos seniles paseados de palacio en palacio y de país en país.
Al final, los hombres matan a sus mujeres y viceversa, y nadie se explica por qué.
No se trata ya de que la ignorancia sea infinita, un pozo sin fondo, sino de que todo el sistema educativo está podrido hasta las raíces, y la clase (aparentemente) dirigente no sólo no hace nada, sino que amplía la boca de ese pozo para que la caída sea más fácil y definitiva. La consigna parece ser que hay que hundir a todo el mundo en la ignorancia; como sea, que dice Smiley.
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