El escorpión de René Higuita
Por Alberto Salcedo Ramos
Por puro milagro te salvaste de ser asaltante, René, o pistolero a sueldo, o fabricante de bombas hechizas. ¿Acaso no eran esos los oficios más apropiados para ganarse el pan y el respeto en la Comuna Nororiental de Medellín?
Allí, en el nido de atrocidades donde naciste, Pablo Escobar reclutó a los matones de su ejército privado. Tú pudiste haber sido uno de ellos, René, como les ocurrió a varios de los muchachos descalzos que crecieron contigo en el barrio Castilla. Tu primer alfabeto fue el horror, que, de entrada, te trastocó el lenguaje. “Estar enamorado” de una persona no significaba amarla sino pretender acribillarla. “Gonorrea” no era el nombre de una enfermedad venérea, sino el calificativo con el que se designaba a un fulano indeseable. Al sicario se le llamaba “dedicaliente”, y al estafador, “calidoso”. Como la vida no valía un comino, a los jóvenes les daba lo mismo tenerla que perderla. “Total” -decían, con su desesperanza brutal-, “no nacimos pa’ semilla”. ¡Cuánta rudeza, René, la que había en la jerga de aquella gente! Allí quien mataba al prójimo no era un asesino, sino apenas “un borrador”. Y quien caía abatido por las balas enemigas no moría, sino que empezaba a “cargar tierra con el pecho”.
Tú pudiste haber sido uno de esos muchachos escuálidos que besaban el escapulario de la Virgen María para implorarle que les afinara la puntería durante la próxima “vuelta”. Pudiste haber sido, cuando menos, el que conducía la motocicleta donde iba el francotirador. O quizá uno de esos adolescentes que se robaban un par de zapatos finos para que la chica bonita del barrio se fijara en ellos. ¿Por dónde andarías ahora si hubieras aceptado aquella vida que te tenían señalada desde antes de nacer? Estarías “pagando cana” -es decir, preso- en Bellavista. O cubierto con una “pijama de madera” en el Cementerio San Pedro. En el mejor de los casos tendrías el cuerpo lleno de cicatrices, como Tobito, tu vecino, a quien le llaman “Polígono” porque ha sobrevivido a siete atentados.
Fue un milagro, repito, que aquel entorno no te convirtiera en un atracador de camiones, ni en un ensamblador de carros-bomba, ni en un traficante de cocaína. Sin embargo, nadie que se críe en Castilla logra burlar del todo a su destino. En algún momento le toca usar la fuerza para granjearse el respeto. O aprender la letra menuda de la vida maleva. Son las reglas, René: para no ofrecerse en cada esquina como víctimas, los hombres están obligados a construirse una reputación de verdugos. Algunas madres les inculcan a sus hijos, cuando éstos salen a la calle por las mañanas, que siempre hay que regresar a casa “con la platica bien habida o, si no, con la platica”. En principio la trampa se justifica porque sirve para salvar el pellejo. Pero después, como permite ascender socialmente, se vuelve motivo de admiración. Así se va gestando una mentalidad marrullera, una necesidad permanente de sacar ventaja a cualquier precio. Era lo que sucedía, por ejemplo, cuando tú te adelantabas un metro de la portería para atajar un penalti. O cuando fingías una lesión para enfriar al equipo que estaba presionando tu arco. En el fondo, lo que hacías era aplicar el primer mandamiento de las matronas de tu barrio: buscar el triunfo, es decir, “la platica”, como fuera.
Nunca has conseguido rebasar los linderos de la comuna en la cual creciste. Pese a haber recorrido medio mundo, tu excursión ha sido una simple ilusión óptica. En realidad, no has viajado, René: tan sólo has dado vueltas en redondo como un carrusel. Y el arrabal se ha ido adherido a tu piel como una costra. En cada retorno al punto de partida, descubres que los “dedicalientes” te han quitado un amigo. Los otros, los que siguen vivos, te acompañan a fumar y a beber con la misma fidelidad con la que un día te acompañaron a vender periódicos. Siempre, en lo malo y en lo bueno, has tenido un sentido siciliano del clan. Esa fue la razón que te llevó a saludar a Pablo Escobar en la cárcel, un incidente por el cual tus detractores quisieron comerte vivo, como si no fuera absurdo medirte a ti, precisamente a ti, con la cinta métrica de una ética forjada lejos del infierno. Ellos tuvieron la oportunidad de elegir. Tú, no. Desde el escritorio en el cual escribo este artículo, es muy fácil referirse a Escobar con el calificativo de criminal. Pero si yo hubiera estado en tus zapatos, René, hambriento y sin estudios; si hubiera recibido de Escobar una provisión de víveres, si lo hubiera conocido en mi suburbio miserable regalando una cancha de fútbol y una planta de energía, también habría tenido razones para llamarle “patrón” y visitarlo en su celda. Se te podrá acusar de calavera mas no de desagradecido. La gente genuinamente amoral, como tú, es preferible a aquélla que asume una posición moral de acuerdo con cada ocasión. O yo estoy loco o no entiendo cómo es que resulta más indecente entrevistarse con Escobar en la prisión que construirle una cárcel especial, con las comodidades de un hotel cinco estrellas. ¿Y los políticos que legislaban para favorecerlo? ¿Y los altos prelados que le bendecían las propiedades? Tomarte a ti como chivo expiatorio es una cobardía.
Espero que comprendas, René, que no estoy aquí para absolverte por todos tus deslices. Es cierto que el Estado colombiano, a la larga, no le garantiza la protección a nadie. Pero eso no justifica que hayas mediado, de manera irresponsable, en la liberación de una muchacha secuestrada, y menos que hayas recibido los 50 mil dólares que, según la enciclopedia Wikipedia, te habrían pagado por la gestión.
Hay que admitir, en justicia, que así como la comuna te oprimió con su virulencia, te obsequió muchas de tus mejores cualidades. Ya lo decía Ana Felisa, la abuela que te crió: “Lo que no mata, engorda”. Sobrevivir a la comuna te dejó esa intrepidez que derrochabas ante los grandes retos, esos cojones que te permitían taparle un penalti al delantero más temible o meterle un gol de tiro libre al River Plate. Una tarde de 1995, tu osadía se transformó en leyenda. En el mítico Estadio de Wembley, donde se enfrentaban las selecciones de Colombia e Inglaterra, tuviste el descaro de atajar con los dos talones -cabeza hacia abajo y manos en el piso- un disparo que fue directo a la parte superior del arco. La jugada, bautizada desde entonces con el nombre de “escorpión”, le dio la vuelta al mundo. Lo mejor, como escribió en su momento Eduardo Galeano, no fue el salto acrobático que pegaste, sino tu sonrisa de bandido. Nadie se divirtió tanto como tú en una cancha, René, nadie. Gozaste y regalaste gozo. A ratos exageraste, a ratos confundiste el fútbol con el circo, quizá como una rebelión inconsciente contra el culto de tu barrio por lo fúnebre. Cualquiera habría apostado su cuello a que serías mercenario. Pero fuiste un portero digno, pese a que la estatura no te favorecía. Nunca atajaste como Fillol ni inspiraste la seguridad de Buffon. No jugaste como los dioses, pero los desafiaste. Esa es tu grandeza.
Por puro milagro te salvaste de ser asaltante, René, o pistolero a sueldo, o fabricante de bombas hechizas. ¿Acaso no eran esos los oficios más apropiados para ganarse el pan y el respeto en la Comuna Nororiental de Medellín?
Allí, en el nido de atrocidades donde naciste, Pablo Escobar reclutó a los matones de su ejército privado. Tú pudiste haber sido uno de ellos, René, como les ocurrió a varios de los muchachos descalzos que crecieron contigo en el barrio Castilla. Tu primer alfabeto fue el horror, que, de entrada, te trastocó el lenguaje. “Estar enamorado” de una persona no significaba amarla sino pretender acribillarla. “Gonorrea” no era el nombre de una enfermedad venérea, sino el calificativo con el que se designaba a un fulano indeseable. Al sicario se le llamaba “dedicaliente”, y al estafador, “calidoso”. Como la vida no valía un comino, a los jóvenes les daba lo mismo tenerla que perderla. “Total” -decían, con su desesperanza brutal-, “no nacimos pa’ semilla”. ¡Cuánta rudeza, René, la que había en la jerga de aquella gente! Allí quien mataba al prójimo no era un asesino, sino apenas “un borrador”. Y quien caía abatido por las balas enemigas no moría, sino que empezaba a “cargar tierra con el pecho”.
Tú pudiste haber sido uno de esos muchachos escuálidos que besaban el escapulario de la Virgen María para implorarle que les afinara la puntería durante la próxima “vuelta”. Pudiste haber sido, cuando menos, el que conducía la motocicleta donde iba el francotirador. O quizá uno de esos adolescentes que se robaban un par de zapatos finos para que la chica bonita del barrio se fijara en ellos. ¿Por dónde andarías ahora si hubieras aceptado aquella vida que te tenían señalada desde antes de nacer? Estarías “pagando cana” -es decir, preso- en Bellavista. O cubierto con una “pijama de madera” en el Cementerio San Pedro. En el mejor de los casos tendrías el cuerpo lleno de cicatrices, como Tobito, tu vecino, a quien le llaman “Polígono” porque ha sobrevivido a siete atentados.
Fue un milagro, repito, que aquel entorno no te convirtiera en un atracador de camiones, ni en un ensamblador de carros-bomba, ni en un traficante de cocaína. Sin embargo, nadie que se críe en Castilla logra burlar del todo a su destino. En algún momento le toca usar la fuerza para granjearse el respeto. O aprender la letra menuda de la vida maleva. Son las reglas, René: para no ofrecerse en cada esquina como víctimas, los hombres están obligados a construirse una reputación de verdugos. Algunas madres les inculcan a sus hijos, cuando éstos salen a la calle por las mañanas, que siempre hay que regresar a casa “con la platica bien habida o, si no, con la platica”. En principio la trampa se justifica porque sirve para salvar el pellejo. Pero después, como permite ascender socialmente, se vuelve motivo de admiración. Así se va gestando una mentalidad marrullera, una necesidad permanente de sacar ventaja a cualquier precio. Era lo que sucedía, por ejemplo, cuando tú te adelantabas un metro de la portería para atajar un penalti. O cuando fingías una lesión para enfriar al equipo que estaba presionando tu arco. En el fondo, lo que hacías era aplicar el primer mandamiento de las matronas de tu barrio: buscar el triunfo, es decir, “la platica”, como fuera.
Nunca has conseguido rebasar los linderos de la comuna en la cual creciste. Pese a haber recorrido medio mundo, tu excursión ha sido una simple ilusión óptica. En realidad, no has viajado, René: tan sólo has dado vueltas en redondo como un carrusel. Y el arrabal se ha ido adherido a tu piel como una costra. En cada retorno al punto de partida, descubres que los “dedicalientes” te han quitado un amigo. Los otros, los que siguen vivos, te acompañan a fumar y a beber con la misma fidelidad con la que un día te acompañaron a vender periódicos. Siempre, en lo malo y en lo bueno, has tenido un sentido siciliano del clan. Esa fue la razón que te llevó a saludar a Pablo Escobar en la cárcel, un incidente por el cual tus detractores quisieron comerte vivo, como si no fuera absurdo medirte a ti, precisamente a ti, con la cinta métrica de una ética forjada lejos del infierno. Ellos tuvieron la oportunidad de elegir. Tú, no. Desde el escritorio en el cual escribo este artículo, es muy fácil referirse a Escobar con el calificativo de criminal. Pero si yo hubiera estado en tus zapatos, René, hambriento y sin estudios; si hubiera recibido de Escobar una provisión de víveres, si lo hubiera conocido en mi suburbio miserable regalando una cancha de fútbol y una planta de energía, también habría tenido razones para llamarle “patrón” y visitarlo en su celda. Se te podrá acusar de calavera mas no de desagradecido. La gente genuinamente amoral, como tú, es preferible a aquélla que asume una posición moral de acuerdo con cada ocasión. O yo estoy loco o no entiendo cómo es que resulta más indecente entrevistarse con Escobar en la prisión que construirle una cárcel especial, con las comodidades de un hotel cinco estrellas. ¿Y los políticos que legislaban para favorecerlo? ¿Y los altos prelados que le bendecían las propiedades? Tomarte a ti como chivo expiatorio es una cobardía.
Espero que comprendas, René, que no estoy aquí para absolverte por todos tus deslices. Es cierto que el Estado colombiano, a la larga, no le garantiza la protección a nadie. Pero eso no justifica que hayas mediado, de manera irresponsable, en la liberación de una muchacha secuestrada, y menos que hayas recibido los 50 mil dólares que, según la enciclopedia Wikipedia, te habrían pagado por la gestión.
Hay que admitir, en justicia, que así como la comuna te oprimió con su virulencia, te obsequió muchas de tus mejores cualidades. Ya lo decía Ana Felisa, la abuela que te crió: “Lo que no mata, engorda”. Sobrevivir a la comuna te dejó esa intrepidez que derrochabas ante los grandes retos, esos cojones que te permitían taparle un penalti al delantero más temible o meterle un gol de tiro libre al River Plate. Una tarde de 1995, tu osadía se transformó en leyenda. En el mítico Estadio de Wembley, donde se enfrentaban las selecciones de Colombia e Inglaterra, tuviste el descaro de atajar con los dos talones -cabeza hacia abajo y manos en el piso- un disparo que fue directo a la parte superior del arco. La jugada, bautizada desde entonces con el nombre de “escorpión”, le dio la vuelta al mundo. Lo mejor, como escribió en su momento Eduardo Galeano, no fue el salto acrobático que pegaste, sino tu sonrisa de bandido. Nadie se divirtió tanto como tú en una cancha, René, nadie. Gozaste y regalaste gozo. A ratos exageraste, a ratos confundiste el fútbol con el circo, quizá como una rebelión inconsciente contra el culto de tu barrio por lo fúnebre. Cualquiera habría apostado su cuello a que serías mercenario. Pero fuiste un portero digno, pese a que la estatura no te favorecía. Nunca atajaste como Fillol ni inspiraste la seguridad de Buffon. No jugaste como los dioses, pero los desafiaste. Esa es tu grandeza.