José Ramón Márquez
¡Pues vaya! Anuncian ahora las conferencias ésas que patrocinan Los de José y Juan y resulta que entre ellas han colocado una titulada Espartaco, vida y leyenda de una figura del toreo.
Uno tiene la deformación de que si oye la palabra ‘figura’ se pone a pensar en eso, en las figuras, en Julio Aparicio o en Paco Camino o en El Viti, por decir tres de los grandes, y resulta que los cincuenta de J y J nos quieren liar para que asistamos a una homilía o hagiografía sobre la vida y milagros de Espartaco, figurilla contemporánea, que si le llegan a ver torear José o Juan, lo primero que hacen los dos es salir pitando cada uno por su lado.
El bueno de Juan Antonio Ruiz tuvo un par de méritos indudables. Uno es que hacía bueno el ripio ese de ‘En los carteles han puesto un nombre/que no lo quiero mirar’, que es que era ver asomar el nombre de Espartaco y lo primero que se te ocurría era huir como si te hubiesen puesto banderillas negras. Para los que no vivieron aquel período se debe decir que ahí se produjo en la plaza de Madrid, que es la que uno conoce bien, un divorcio total entre el que andaba enseñoreándose de los carteles por toda la geografía del toro y el sublime desprecio que por él sentía la plaza entera o prácticamente entera. Desde luego, confieso que no he oído jamás un juicio positivo sobre este torero entre ningún aficionado que me inspire respeto, joven o viejo.
Su toreo basto y rectilíneo, su cansino ir y venir, su ímpetu por triunfar, hasta su proclamada bonhomía provocaban un hastío que era como una losa pesada que no había quien la levantase. Me cuesta una barbaridad recordarle, apenas guardo recuerdos de él. Hay algunos antiponcistas que llevan interesadamente la mala influencia del estilo ventajista del sevillano hasta Enrique Ponce, a quien declaran su heredero. Yo no, tajantemente.
Su otro mérito, su gran virtud como torero y el secreto de su triunfo, en mi opinión, fue el temple. No soy original en eso. Pero es que, para saber qué es el temple, en esa época estaba aún por las plazas el gran Dámaso González, que es el temple hecho carne, y además, para quien desease saber lo que era el toreo de una forma definitiva y establecer las comparaciones que quisiese, aún estaba abierta la Universidad Chenel Albadalejo. Es verdad que ni el albaceteño ni el madrileño fueron lo que se conoce por figuras, tan sólo fueron grandes e inolvidables toreros, cada uno a su modo; pero Espartaco, habiendo recibido la vitola de ‘figura’, es totalmente prescindible, al menos para una gran legión de los que lo hemos visto tantas tardes.
***
La verdad es que tenía a esa histórica peña o lo que sea por un grupo de aficionados algo más selectos.
¡Pues vaya! Anuncian ahora las conferencias ésas que patrocinan Los de José y Juan y resulta que entre ellas han colocado una titulada Espartaco, vida y leyenda de una figura del toreo.
Uno tiene la deformación de que si oye la palabra ‘figura’ se pone a pensar en eso, en las figuras, en Julio Aparicio o en Paco Camino o en El Viti, por decir tres de los grandes, y resulta que los cincuenta de J y J nos quieren liar para que asistamos a una homilía o hagiografía sobre la vida y milagros de Espartaco, figurilla contemporánea, que si le llegan a ver torear José o Juan, lo primero que hacen los dos es salir pitando cada uno por su lado.
El bueno de Juan Antonio Ruiz tuvo un par de méritos indudables. Uno es que hacía bueno el ripio ese de ‘En los carteles han puesto un nombre/que no lo quiero mirar’, que es que era ver asomar el nombre de Espartaco y lo primero que se te ocurría era huir como si te hubiesen puesto banderillas negras. Para los que no vivieron aquel período se debe decir que ahí se produjo en la plaza de Madrid, que es la que uno conoce bien, un divorcio total entre el que andaba enseñoreándose de los carteles por toda la geografía del toro y el sublime desprecio que por él sentía la plaza entera o prácticamente entera. Desde luego, confieso que no he oído jamás un juicio positivo sobre este torero entre ningún aficionado que me inspire respeto, joven o viejo.
Su toreo basto y rectilíneo, su cansino ir y venir, su ímpetu por triunfar, hasta su proclamada bonhomía provocaban un hastío que era como una losa pesada que no había quien la levantase. Me cuesta una barbaridad recordarle, apenas guardo recuerdos de él. Hay algunos antiponcistas que llevan interesadamente la mala influencia del estilo ventajista del sevillano hasta Enrique Ponce, a quien declaran su heredero. Yo no, tajantemente.
Su otro mérito, su gran virtud como torero y el secreto de su triunfo, en mi opinión, fue el temple. No soy original en eso. Pero es que, para saber qué es el temple, en esa época estaba aún por las plazas el gran Dámaso González, que es el temple hecho carne, y además, para quien desease saber lo que era el toreo de una forma definitiva y establecer las comparaciones que quisiese, aún estaba abierta la Universidad Chenel Albadalejo. Es verdad que ni el albaceteño ni el madrileño fueron lo que se conoce por figuras, tan sólo fueron grandes e inolvidables toreros, cada uno a su modo; pero Espartaco, habiendo recibido la vitola de ‘figura’, es totalmente prescindible, al menos para una gran legión de los que lo hemos visto tantas tardes.
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La verdad es que tenía a esa histórica peña o lo que sea por un grupo de aficionados algo más selectos.