Don Ortega
Wenceslao Fernández Flórez
Al lugar donde se sientan los contados miembros de esa minoría que lleva la denominación sin contorno y dulcemente cursi de "Al servicio de la República" le llaman los parlamentarios "El Olimpo". La República les ha dado lugar en el Congreso, gozosa de contar con algún inmortal entre tantos honrados oficinistas, abogaditos y curas famosos por sus sermones cuaresmales. Los dioses están allí, herméticos y superiores, como corresponde a su condición, un poco por encima de las cuestiones, refugiados en esas abstracciones inmensas y sutiles que deben de flotar como nubes en el pensamiento de una divinidad. El don de hablar está repartido entre dos de ellos por una de esas extravagancias que abundan en todas las mitologías. Es sabido que la función de pronunciar un discurso consta de dos partes esencialísimas: una de ellas, emitir las palabras y agitar los brazos; la otra, beber agua con o sin azúcar. Don José Ortega y Gasset (hijo de Minerva y de uno de los gigantes que quisieron escalar el cielo) es el que habla. Don Gregorio Marañón (fruto de los amores de Venus y Esculapio) se ocupa en que no falte agua en el vaso de su compañero.
Cuando la voz del filósofo suena, la Cámara observa la conducta que los hombres hemos seguido siempre las pocas veces que los dioses quisieron dejarse oír: primero, escucha; después, alaba; luego, se olvida. El anterior discurso de Ortega y Gasset gustó mucho; el de ayer, menos; si los dioses no tuvieran la prudencia de hablar cada mil y pico de años, los hombres nos irritaríamos contra ellos. El que asentía ayer con mayor frecuencia a las palabras de Ortega y Gasset era el señor Salmerón, que es sordo, y agitaba la cabeza principalmente aconsejado por la fe en lo que no oía.
Pero Ortega y Gasset pudo gozar por segunda vez de la expectación de la Cámara, y de esa emoción -para él de sabor muy conocido- de ofrecer a centenares de miradas el blanco de su rostro, hecho para que, al verlo de repente en un enciclopédico ilustrado, se piense en seguida: "He aquí un filósofo." Frente prolongada en una calva profesional, ojos profundos, y, en las facciones acusadas, ese gesto duro, de mal humor, que cuaja en todos sus colegas el largo miedo a ver combatidas sus teorías, ese mal humor que salpica de insultos las discusiones entre los más notables filósofos. La reputación de Ortega y Gasset es simpática porque nace de su incesante trabajo y de sus concepciones originales, y no excede de sus merecimientos. En oposición a su caso, abundan en España hombres que formaron su renombre de fuera adentro, estatuas de madera en las que todos los periodistas clavaron las tachuelas de los adjetivos elogiosos, hasta dejarlas rutilantes y con apariencias de valioso metal; nombres que ruedan de boca en boca sin que nadie pueda decir concretamente en qué consiste su genialidad. A veces bastaría el martillazo de un artículo para romper la fuerte cáscara formada con tantas admiraciones rutinarias y demostrar que el interior estaba vacío. Pero los intereses creados detienen el golpe.
Ortega y Gasset es otra cosa, y siempre que él quiera podrá servir utilísimamente a España. Hasta ahora, sin embargo, el Olimpo tabletea; es decir, teoriza. Reconocemos que la ocasión exige el tableteo. Hay que recordar, no obstante, que los dioses supieron bajar hasta las murallas de Troya para luchar entre los humanos como un soldado más, sin que encontrasen humillante partir con sus propias manos las cortezas craneanas y rasgar los peritoneos de los viles mortales. Si el señor Ortega ve pasar alguna vez por el hemiciclo una de esas pequeñas cuestiones insensibles a las emanaciones de la filosofía, y que son a veces concretamente dañinas para el país -esas prosaicas cuestiones de riegos, de cambios, de aranceles...-, no vacile en bajar del Olimpo para rasgarle el peritoneo. La política es acción y concreción, y un hombre del inmenso talento y de la inmensa cultura de Ortega, tan autorizado y tan austero, tan independiente, podría realizar mejor que nadie un trabajo igual a aquel de Hércules cuando limpió los establos del rey de la Elida.
(Abc, 5 de Septiembre de 1931)
Al lugar donde se sientan los contados miembros de esa minoría que lleva la denominación sin contorno y dulcemente cursi de "Al servicio de la República" le llaman los parlamentarios "El Olimpo". La República les ha dado lugar en el Congreso, gozosa de contar con algún inmortal entre tantos honrados oficinistas, abogaditos y curas famosos por sus sermones cuaresmales. Los dioses están allí, herméticos y superiores, como corresponde a su condición, un poco por encima de las cuestiones, refugiados en esas abstracciones inmensas y sutiles que deben de flotar como nubes en el pensamiento de una divinidad. El don de hablar está repartido entre dos de ellos por una de esas extravagancias que abundan en todas las mitologías. Es sabido que la función de pronunciar un discurso consta de dos partes esencialísimas: una de ellas, emitir las palabras y agitar los brazos; la otra, beber agua con o sin azúcar. Don José Ortega y Gasset (hijo de Minerva y de uno de los gigantes que quisieron escalar el cielo) es el que habla. Don Gregorio Marañón (fruto de los amores de Venus y Esculapio) se ocupa en que no falte agua en el vaso de su compañero.
Cuando la voz del filósofo suena, la Cámara observa la conducta que los hombres hemos seguido siempre las pocas veces que los dioses quisieron dejarse oír: primero, escucha; después, alaba; luego, se olvida. El anterior discurso de Ortega y Gasset gustó mucho; el de ayer, menos; si los dioses no tuvieran la prudencia de hablar cada mil y pico de años, los hombres nos irritaríamos contra ellos. El que asentía ayer con mayor frecuencia a las palabras de Ortega y Gasset era el señor Salmerón, que es sordo, y agitaba la cabeza principalmente aconsejado por la fe en lo que no oía.
Pero Ortega y Gasset pudo gozar por segunda vez de la expectación de la Cámara, y de esa emoción -para él de sabor muy conocido- de ofrecer a centenares de miradas el blanco de su rostro, hecho para que, al verlo de repente en un enciclopédico ilustrado, se piense en seguida: "He aquí un filósofo." Frente prolongada en una calva profesional, ojos profundos, y, en las facciones acusadas, ese gesto duro, de mal humor, que cuaja en todos sus colegas el largo miedo a ver combatidas sus teorías, ese mal humor que salpica de insultos las discusiones entre los más notables filósofos. La reputación de Ortega y Gasset es simpática porque nace de su incesante trabajo y de sus concepciones originales, y no excede de sus merecimientos. En oposición a su caso, abundan en España hombres que formaron su renombre de fuera adentro, estatuas de madera en las que todos los periodistas clavaron las tachuelas de los adjetivos elogiosos, hasta dejarlas rutilantes y con apariencias de valioso metal; nombres que ruedan de boca en boca sin que nadie pueda decir concretamente en qué consiste su genialidad. A veces bastaría el martillazo de un artículo para romper la fuerte cáscara formada con tantas admiraciones rutinarias y demostrar que el interior estaba vacío. Pero los intereses creados detienen el golpe.
Ortega y Gasset es otra cosa, y siempre que él quiera podrá servir utilísimamente a España. Hasta ahora, sin embargo, el Olimpo tabletea; es decir, teoriza. Reconocemos que la ocasión exige el tableteo. Hay que recordar, no obstante, que los dioses supieron bajar hasta las murallas de Troya para luchar entre los humanos como un soldado más, sin que encontrasen humillante partir con sus propias manos las cortezas craneanas y rasgar los peritoneos de los viles mortales. Si el señor Ortega ve pasar alguna vez por el hemiciclo una de esas pequeñas cuestiones insensibles a las emanaciones de la filosofía, y que son a veces concretamente dañinas para el país -esas prosaicas cuestiones de riegos, de cambios, de aranceles...-, no vacile en bajar del Olimpo para rasgarle el peritoneo. La política es acción y concreción, y un hombre del inmenso talento y de la inmensa cultura de Ortega, tan autorizado y tan austero, tan independiente, podría realizar mejor que nadie un trabajo igual a aquel de Hércules cuando limpió los establos del rey de la Elida.
(Abc, 5 de Septiembre de 1931)