Orlando Luis Pardo Lazo
No lo despidió de su puesto de trabajo Fidel ni Raúl. Lo despidió la vida de la vida y por cuenta propia.
Chucho murió hoy.
Hacía meses que orinaba demasiado. Tenía anemia. Poco apetito. Enflaqueció.
Los doctores palparon una bola compacta en su próstata. Lo pincharon, pero la muestra no sirvió en el laboratorio. Lo pincharon más. Sangró. Bestias estudiantiles que ahorran anestesia sabe Dios para qué. Chucho dijo que ni una prueba salvaje más.
Siguió sangrando en las heces. Vomitó. Moretones en su cuerpo. Se descompensó. La lengua enredada en menos de media hora. La vista en el fin del mundo. Muerto en el Calixto García sin dar tiempo a nada (tampoco le hubiera hecho nada la claque juvenil bolivariana). Velado esta noche de jueves-viernes en la Funeraria de Infanta, La Nacional.
Mi madre allí toda la noche. Yo me fui. No resisto la poca luz y la mediocridad institucional que nos lastra hasta después de cadáveres.
Chucho fue un luchador. Tenía setenta y largos. Sin hijos. Sin mujer. Acaso sólo mi madre.
Se conocieron en la Fábrica de Muñecas Lilí, justo cuando mi madre se enamoraba de mi padre, el límpido oficinista del Departamento de Personal que le llevaba casi 20 años a ella.
Nací yo, en 1971. Mi madre se hizo ama de casa. Chucho esperó, como uno de esos personajes garcíamarquianos que él nunca leyó.
Pasó un siglo y un milenio.
A la vejez de todos, Chucho comenzó a frecuentar nuestra casa de Lawton. Llegaba antes del amanecer. Ayudaba en lo que podía. Viejito bisnero con más energía y lealtad que el 99% de la juventud, incluido por supuesto yo.
Mi padre era entonces como el padre de mi madre. Chucho y él jugaban ajedrez en un portal de los años noventa. Mi padre todavía tenía fuerzas para derrotarlo. Le aplicaba la ventaja histórica de quien ha tenido las manos libres para dedicarse a labores de corte intelectual.
Chucho, lo tuyo fue el trabajo manual. La lucha. De apuntador de Lotería en los años cincuenta a Secretario de su Núcleo en un Partido Comunista de Cuba ya cansado hasta del comunismo cubano.
Son las tres de la madrugada en Cuba. Escribo desnudo en mi cuarto, mientras él está tendido en La Nacional de Infanta, sala A (tercer piso), no muy lejos de su casita en un laberinto de la calle Manglar. La noche nos une en la desolación al viejo Chucho y al adolescente tardío Landy.
Alguna vez, ya muerto mi padre, él quiso dictarme sus memorias, pero con delicadeza lo eludí. No me arrepiento. Su vida tampoco merecía la falacia de ningún relato. Su vida era una cosa más que concreta. Un cambolo. Como la palabra “chucho”, por ejemplo, aunque entre sus amigos casi nadie conozca su nombre y menos aún su apellido (si es que los tuvo en definitiva).
Chucho, cará.
Chucho, que pudiste ser mi padre en la vorágine proletaria de los trabajos voluntarios de los años sesenta.
Chucho, que ya no creías pero aún confiabas en la Revolución.
Con tu letrona de caballo, que yo pasaba en limpio en la máquina de escribir Underwood ex-propiedad privada de mi padre. Actas de reuniones y citaciones a reuniones. Eso me daba Chucho para teclear.
Tac tac.
Tic tac.
El tiempo de nuestra clase social se acabó.
Contigo muere el espíritu de los de abajo. Pobre, pero honrado. Resolviendo sin joder a los demás. Con tus carcajadas de personajillo urbano de Lino Novás Calvo. Gritaba por el teléfono como un guajirón cerrero. Eso era. Un guerrillero trastabillando en ese palacete abandonado que sus dueños originales llamaron La Habana.
El órgano oficial del Partido Comunista de Cuba no se enterará, por supuesto, de “esta sensible pérdida de un compañero de ruta”, pero con Chucho cayó la cabeza de un tiempo que ningún cubano ahora habitará. En muchos aspectos mentales, para mí es como si se hubiera muerto Fidel (en muchos aspectos físicos se parecían especularmente al final).
Chucho, no voy a seguir tratándote en segunda persona del singular, ese vicio vacío de los despedidores de duelo.
La madrugada avanza y pronto amanecerá en La Habana de la Post-Revolución. Mi madre ha quedado más sola. Tu amor por ella está un poco más cerca de cumplirse en algún lugar que tal vez nunca sea.
Chucho, lo siento. Adiós.
[Septiembre, 2010]