Por César González-Ruano
Van
quedando pocos lugares vírgenes de glosa y reportaje. Muy pocos. Esta
taberna de los suicidas es acaso uno de ellos. Al menos, yo no me
acuerdo de que nadie haya escrito sobre ella.
Hace años que me la
descubrió aquel raro espíritu que fue Rafael Urbano. Él la había
descubierto por deducción. En realidad el razonamiento deductivo era
claro: el Viaducto ha dado un contingente suicida rico en la vida
madrileña. El suicida suele propender al errabundaje. Requiere el
suicidio –por rápido que éste sea– la formación de un pensamiento
suicida y la madurez de un fantasma desolado. Con frecuencia es el
incidente hecho tragedia por obcecación o infantilismo mental; por
cobardía también. Rumia el suicida la idea de su muerte y acaricia como
tabla salvadora el medio que ha de producir su descanso midiendo bien su
eficacia y con frecuencia sus garantías de escaso dolor físico. El
suicida del Viaducto está demostrado que antes de arrojarse al espacio
merodea el lugar, se asoma a la balaustrada trágica...Tengamos además en
cuenta que el tipo social de este suicida suele ser eminentemente
popular, “raté”. Pensando todo esto; pensando también que el vino, si no
valor y decisión, da al individuo un estado anormal que, como todos los
estados anormales o tóxicos, realza y agranda las prístinas condiciones
temperamentales, y asimismo los estados de ánimo sujetos a una idea
fija, quedamos Rafael Urbano y yo, hace ya varios años, que los suicidas
del Viaducto bebían antes –cosa probada en las autopsias–, y bebían,
por lógica evidente, en establecimientos cercanos al Viaducto.
Existe
una duda, un momento de vacilación ante varias tabernas próximas al
Viaducto. Es precisa inclinarse por las situadas en el ala de San
Francisco, barriada más popular, más disimulada también, que la de la
plaza de Oriente. Dentro de éstas es preciso, acaso por esa gran razón
auxiliar de la ciencia deductiva que se llama “corazonada” y que,
naturalmente, no es otra cosa que la intuición, decidirse por una de
ellas.
Es un local pequeño, cargado de humo y de conversaciones
cortadas por el azar. Porque en esta taberna se juega. Decido acercarme
al tabernero y preguntarle en voz baja:
–¿Ha venido por aquí un hombre muy alto, rubio, afeitado, con sombrero flexible, que tuerce mucho la boca al hablar?
–No lo he visto... Parroquiano no es, ¿verdad?
Guiño expresivo de ojos:
–Es
parroquiano del Viaducto... Tengo miedo de que esta noche intente hacer
una barbaridad, y se me ha ocurrido que antes pudiera venir por aquí a
calentarse el estómago...
–Sí, no sería el primero...
Finjo admirarme.
–¿Pero es que entran aquí muchos suicidas?
–¡Bah!...
Casi todos. Los que se atreven y los que no se atreven. Hay algunos que
se les “cala” en seguida. Mire usted: vino aquí uno, aún no hace un
año, que se acercó al mostrador, estuvo bebiendo aguardiente y haría un
gasto de unos ochenta céntimos. Bueno: pues me dio un duro y no quiso la
vuelta. Me acuerdo perfectamente que dijo: “¡Para lo que voy a hacer
con el dinero!...” Le dejé marchar con alguna inquietud, y al cabo de
una media hora le veo entrar por la puerta y decirme: “Deme la vuelta
del duro, que ‘eso’ está muy alto.” ¡Hay gente para todo!...
–¿Y los guardias vienen por aquí?
–Sí;
se asoman también por la noche. Había uno que ya cogió encaramándose a
la verja a más de cinco. Por cierto, que tuvo disgusto con su señora, y
aquello fue divertido, respetando la tragedia. Me viene a ver muy
exaltado y me dice: “Manolo: si no fuera por esta ropa que visto...”
Bueno; luego, nada. Le dimos aquí unas alubias y unos vasitos y se le
pasó la tentación; pero fue tremendo.
–¿Qué suicidio le ha impresionado a usted más?
–El
de un pobre señor, muy señor, que llegó aquí cuando íbamos a cerrar y
me pidió un vaso de los de vino lleno de coñac. Luego se me quedó
mirando y dijo: “Perdóneme usted, pero no tengo para pagarle. Le voy a
dar a usted mi gabán.” No quería consentirlo. Era una noche de diciembre
horrible. Pero el caballero se quitó el abrigo y se marchó sin hacer
caso a lo que le decía. Salí hasta la puerta y no pude evitar nada. Le
vi encaramarse en la verja y... ¡zas! Aquí estuvo también bebiendo ése
que se tiró hace poco y no se hizo nada. Ése me dio el “pego”. Palabra
que no suponía nada en él.
–¿Recuerda usted más casos?
–Hombre, sí y no. Han pasado muchos por aquí. Hasta los profesionales.
–¿Los profesionales?
–Sí.
Unos sinvergüenzas que entran haciéndose los locos para darnos el timo
del suicidio. Claro: toman unos vasos, unas torrijas..., un poquito de
pescado, y salen corriendo, diciendo cosas raras, hacia el Viaducto.
Salimos detrás y, ¡sí, sí!, cualquiera les alcanza. Pasan el Viaducto,
Palacio y la Bombilla. Un favor le quiero a usted pedir. No tengo pelo
de tonto y he comprendido desde que entró con la “copla” ésa del señor
alto que iba a suicidarse que era usted periodista. Ya ve que no le
negué hablar... Pero le suplico que no diga en qué taberna es. Esta fama
no es agradable a la parroquia seria, ni para el barrio.
He
aquí lo que se me cuenta de la Cofradía de Hermanos del Suicido. De esos
pobres “medios seres” que entran en la taberna a tomarse el copazo de
despedida, acorralados por una tragedia que tantas veces tiene un nombre
de mujer.
(Publicado en Heraldo de Madrid, 15 de Enero de 1930)