Camino de Balmoral
En el barrio la mayoría de los lugares que en otro tiempo frecuentábamos ya han desaparecido. El último podía ser la taberna Alkalde, del callejón de Puigcerdá. Allí al principio nos llevaba la abuela algunos domingos. Todavía había angulas en el mercado y a Catalina, que cocinaba unos platos trufados excelentes, le encantaban y conocía los dos o tres lugares cercanos –incluida Guria, el restaurante vasco de la calle Huertas, que estaba más lejos- en donde podía comer angulas. A nosotros no nos hacían tanta gracia las lombrices y pedíamos chipirones, creo, que siempre contaban con el aliciente de manchar de tinta la camisa o el abrigo que hasta allí se habían mantenido visibles.
Siempre hemos vuelto luego por Alkalde, con la familia o con los amigos. Al entrar se repetía la vaga sensación de que en el fondo no había cambiado nada desde los domingos con la abuela, y de que conocíamos a todos los presentes. Aunque nunca los hubiéramos visto antes.
Ya han cerrado Alkalde también. En su lugar anunciaron un tabanco gastronómico de luces parpadeantes, al que renunciamos a entrar nada más abrir la puerta.
Calle de Serrano
Los tertulianos de la taberna tenían algo reconocible: con la voz un tanto ronca, escépticos y desdeñosos de propaganda, en aquel rito del aperitivo de los domingos que seguíamos tomando en aquella esquina, a despecho de todas las modas que hubieran sucedido. A veces, más tarde, nos acercábamos hasta el Mercado de la Paz, que habían remodelado, es cierto, en una vaga concesión a la modernidad. Pero luego terminábamos enfrente, en Jurucha, que no se podía decir fuera un bar nuevo. Ya era el lugar habitual de mi madre y sus amigas de solteras.
Había una mitología del barrio que no era de ninguna manera evidente. Lo evidente era la acera de la calle Serrano a la altura de la Embajada, abarrotadas las mañanas de sol por un público vestido de barrio de Salamanca, en las terrazas de José Luis o el Hevia. O más adelante, frente al café Roma o las mesas de El Águila, en la misma calle. Pero nosotros ya habíamos empezado a frecuentar otros lugares al margen, del que el barrio abundaba en silencio. Como el café de los jugadores de dominó, el bar Mon en la esquina de General Mola, que olía a orines desde la calle. Los estoicos billares de la calle Alcántara, frente al sótano de El Avión y su pianista eterno. La oscura taberna Peláez, último asilo de los perdedores de todas las guerras, frente al mercado. O el sótano de Colosimo, el bar con olvidadas pretensiones en la esquina de Lista, donde se refugiaban los derrotados de la ciudad en general. Balmoral, el bar inglés con la barra de madera y trofeos de caza en las paredes, en la calle Hermosilla, fue el último templo de los desertores de todos los frentes hasta que lo traspasaron. Allí coincidíamos los tediosos lectores de Baudrillard con rubias oxigenadas antes de ir al Rock Ola, y con los restos de antiguas casas solariegas de la meseta, que de la casa sólo conservaban un broche en la solapa. Y una cuenta siempre demorada en la barra del local. Cerraron también. No sé qué habrá sido de los habituales del templo, sin casa ya, sin dinero, sin el corzo del mostrador y sin Balmoral a la tarde.
Con el profesor García, que había nacido frente al colegio Jesús María, descubríamos un barrio detrás del primero. En el patio de su casa, un edificio enorme y como eternamente vacío de la acera de Maldonado, pasábamos las tardes de agosto entre envites a la grande y cervezas calientes para salir luego, con la inexistente fresca de Madrid, a tomar la penúltima por unos tugurios de Alcántara y sus alrededores de los que desde la calle nadie hubiera adivinado su existencia. Allí dentro el profesor, minucioso coleccionista, nos presentaba a los últimos damnificados de la guerra -de la posguerra más bien- cuya existencia desde fuera nadie hubiera concebido tampoco. “No hay una buena novela del barrio”, me comentó una mañana en que veníamos de pasear por las escuelas de Príncipe de Vergara, la arquitectura racionalista del colegio Reina Victoria. Aquellos edificios evocaban tardes interminables, pasillos fríos, y bedeles con uniforme gris. Estuvimos repasando alguno de los títulos que él citaba: Agustín de Foxá, Darío Fernández Flórez, Fernando Schwartz o más recientemente Manuel Longares. (Yo recordaba una descripción bastante exacta del paseo habitual, sin firma, que me había enviado José Ramón y que correspondía al conde de Valle-Pendueles). No había un relato, concluimos, que coincidiera con la memoria oral que del barrio habíamos acumulado.
Huevo de Colón
De la familia, las primas, que siguen viviendo en Serrano, son el refugio viviente de la memoria del lugar. Cuando nos reunimos en su casa, o en la del primo Fernando, sobre la acera de Velázquez, fluye una suerte de conversación que, pienso, sólo los que han vivido en sus calles -de siempre- pueden entender, a despecho de lo que se diga esa tarde. A veces siento que algo así como un escenario igual pervive en ellas, más allá de todas las noticias. Y que ninguna tragedia va a alterar. Su memoria, entremezclada con la de nuestros padres, los abuelos, arranca de unos días tremendos en las que los ocupantes de las casas hubieron de escapar de los paseos y las detenciones de la guerra. Ellas recuerdan la historia del jardín de una embajada, en la que se refugia la abuela con sus hijas y las nietas; un viaje precario hasta el muelle de Valencia; la huida, sin dinero, hasta el puerto de Marsella; de los que se escondieron en casa de algún conocido, de los que fueron delatados. O del tío Manolo o el primo Francisco, detenidos en el portal de no sé qué vivienda y fusilados frente a una tapia de las afueras más tarde.
Luego recuerdan lugares y costumbres de la posguerra con una rara claridad. Hablan de los pasteles de Mónico, en Recoletos; de Eugenio el camarero de la terraza; del cerillero anarquista del café Gijón; de la librería Aguilar en Jorge Juan, donde mi padre tenía su sede: o de los conciertos de la Cuaresma en la iglesia de San Manuel con una serenidad que hace pensar que todo sigue allí, a despecho de los años banales que han ocurrido luego.
Junto con la memoria inalterable guardan una suerte de sentido común. Y de ética, que se me antoja igualmente antigua, también.
–Eso no puede ser, Vicente –respondían el otro día a una noticia que les había traído.
–¿Y por qué no?
–Pues porque él ha dicho que no es así. Y no va a mentir.
Era una lógica aplastante. Y un tanto inmóvil, como su descripción del café en el Hotel Velázquez todos los jueves, cuando éste ya ha cerrado. Es el último refugio de la dignidad, sentí, cuando los bárbaros ya están a las puertas.
Calle de Lista
13 de Septiembre de 2014