Por Agustín de Foxá
La Tercera de ABC, 2 de Febrero de 1952
En Paraguay, en lengua guaraní, araña se dice “ñanduty”, pero si es grande se añade “caballúa”. El sustantivo caballo se ha transformado en adjetivo calificativo; tal impresión de grandeza dejó, durante siglos, la alzada de nuestros caballos en el alma de los indios; fue un impacto definitivo, un asombro que aún dura.
América es el continente de las aves, pero no de los grandes cuadrúpedos. Su mayor animal de carga es la llama peruana, femenina, de ojos aterciopelados, a la cual los quichuas todavía enfloran y adornan con pendientes como a una novia, y a la que susurra en el oído no sé qué misterioso y suave conjuro para que se levante, en lugar de nuestro imperioso ¡arre!, que hace estremecer a las grupas como un trallazo.
En el Norte, sobre el hielo de Alaska, utilizaron al mudo perro aborigen para el tiro de sus trineos, único carro posible cuando se ignora a la rueda. Y en las grandes praderas, en esas “tierras de ningún provecho” de nuestros antiguos mapas que hoy son nada menos que los Estados Unidos, los indios cazadores de bisontes no modelaron por medio de la ganadería su barro rojizo para llegar a la fina escultura del toro y de la vaca.
Los emisarios del inca Huayna-Capac compararon a los primeros caballos de Pizarro con las llamas, con los “carneros del Perú”, como dicen nuestros cronistas. Los aztecas los describieron ante Moctezuma como grandes ciervos. Otros, menos exactos, dijeron que eran a modo de tapires, confundiendo su belfo con la incipiente trompa. Sahagún nos ha conservado, fresca, inocente, la impresión de los indios ante nuestros primeros caballos andaluces. Dice así nuestro cronista: “Y sus ciervos (caballos) los llevan sobre sus lomos, teniendo su figura la altura de los techos; llevan cascabeles, vienen con cascabeles, los cascabeles casi rechinan, los cascabeles rechinan; los caballos, los ciervos, relinchan, sudan mucho, el agua casi está corriendo debajo de ellos. Y la espuma de su boca gotea al suelo; como espuma de jabón gotea. Y al correr hacen un gran pataleo; hacen un ruido así como si alguien echa piedras”.
En Mérida, en el Yucatán, vi al primer caballo mejicano, por cuyas cansadas e hinchadas venas corría algo de la sangre de los caballos de la conquista. Estaba parado frente a la catedral, enganchado a una alta y verde calesa de alquiler, y le caía la crin a un lado. Dos días después contemplé a los caballos de la plaza de toros de Ciudad Méjico, con los picadores (triste remedo de los viejos lanceros), mientras los Pizarros y Corteses, de azul y oro, los matadores, con la espada en la mano buscaban en el toro a los antiguos imperios desparecidos, porque el imperio español había sido clausurado y, como la ardilla presa en su rueda con la tela metálica gira loca inventando al bosque, así ellos, por el cerrado ruedo, sin Andes ni selvas misteriosas, en la España decadente del XVIII, creaban a la tauromaquia como una pobre imitación de la conquista.
Completaba esta imagen el peto de los caballos, porque idéntico era el escaulpil de algodón que los cubría para adormecer el ímpetu de las flechas. Los caballos conquistadores lucharon con peto y salían de los combates erizados de saetas.
–Mire usted –le digo a mi rubia compañera de la localidad– a ese pobre jaco. Esa caricatura de caballo fue aquí, hace cuatro siglos, nada menos que un dios. Su decadencia se debe a haber sido, como usted, vegetariano.
–¡No es posible!
–Sí; los carnívoros han sido siempre más estimados que los herbívoros, como los guerreros fueron más apreciados que los mercaderes. Asombrados ante el ímpetu y la valentía de los caballos, con petrales de resonantes cascabeles, que deshacían a la indiada y pateaban, como uvas en un lagar, sus ensangrentadas cabezas, los aztecas creyeron que eran carnívoros y les ofrecieron como pienso trozos de gallina, abiertos pavos; sangre. No olvide que sólo los carnívoros, águilas (algunas bicéfalas, como la austríaca, con doble pico sangriento), los leones y leopardos han subido al cielo de la Heráldica, porque el blanco unicornio del escudo inglés, como animal fabuloso, no se alimenta de nada y no cuenta como argumento anticarnívoro. Únicamente los pueblos jóvenes, huérfanos o liberados, como usted prefiera, de la Edad Media, han levantado hasta sus escudos a los tranquilos herbívoros como la lanuda llama del escudo del Perú y el blanco corcel, de crines alborotadas, de las armas de Venezuela.
La dieta de nuestros primeros caballos andaluces, cartujanos, fue muy variada. Desilusionados los indios al comprobar que no comían carne (como menospreciaron a Cortés porque no devoraba corazones humanos), pensaron que comían del espumeante hierro de su bocado. El caballo, como las plantas, comía minerales. Y le ofrecieron oro y le sirvieron el agua en vasijas, en cuyo fondo se veían trémulas las más bellas joyas aztecas.
Por América, más que por Grecia, han galopado los centauros. Para la imaginación de los indios, caballo y jinete formaban un solo y poderoso animal, pero no tan mezclado y fundido como el centauro clásico, pues este terrible dios poseía seis piernas, dos cabezas y cuatro ojos enfurecidos.
Cuando fue derribado el primer jinete, un grito de horror debió de recorrer las escuadras quichuas o aztecas, y, sugestionados, debieron oír el formidable ruido (a hueso roto, que produce vómito o desmayo) al quebrarse el poderoso espinazo.
Del centauro partido nacen dos dioses: el hombre blanco que maneja el rayo, y el caballo invencible que dialoga con él, por medio de un áspero idioma de relinchos.
Ojeda, en Santo Domingo, hizo caracolear al suyo ante el cacique Caonabó.
Hernando Pizarro encabritó al suyo ante Atahualpa, en el campamento de Caxamarca.
Cortés paseó, sosegado, sobre el Romo, que era castaño oscuro, ante los ojos admirados de Moztezuma. Los indios hicieron exorcismos contra el caballo como los hechiceros magdalanienses de hace veinte mil años, y en las cuevas mejicanas de Chili aparecen nuestros jinetes y caballos del siglo XVI como contemporáneos de los bisontes de Altamira. Volviendo dos españoles por los campos colombianos de Santa Marta, encontraron en el esplendor del campo a un jinete y a un caballo de algodón y paja, atravesados de flechas para destruir, mágicamente, su poderío. Fue el primer espantapájaros ecuestre.
Veo brotar, herido, sin gloria, al viejo dios de los indios aborígenes por la arena de esta plaza de Méjico.
Su prestigio divino, ya disminuido al comprobar que no era carnívoro, acabó de hundirse cuando mataron al primer caballo.
Pusieron su larga cara, sus dientes amarillos de vieja ficha de dominó, seca, al sol, en una estaca, y la adornaron con flores. Entonces se dieron cuenta de que no era un dios, pues la inmortalidad es el atributo esencial de los dioses.
Porque la gran distinción entre los seres no es la que quieren los miopes naturalistas de hoy, de vertebrados e invertebrados, sino la de los antiguos: mortales e inmortales.
(En la imagen, Morante, el caballo de Diego Ventura que muerde a los toros, fotografiado por Díaz Japón en ABC de Sevilla