Hughes
En su Barra Brava de hoy, David Gistau, con poderosa concisión, retrataba un Madrid polarizado alrededor de Mourinho, por causa de los ataques que sufre el portugués. Tienen sus artículos de los lunes una cosa muy necesaria: la vocación de reordenar la cabeza del madridista tras el ruido liguero. Este periodista hace la crónica, pero además reubica al madridismo, le da siempre un norte. Hace un saldo, señala la distancia con su historia y con el Barcelona, al que se persigue como a una liebre. Hace Gistau, en resumen, una topología madridista cada lunes, que es lo contrario del gallinero mareante de las tertulias. Eso es madridismo, y si además está bien escrito, pues mejor.
Inspirado por lo suyo de hoy, a continuación, y con brevedad, por no aburrir (más) y porque me tengo que hacer la cena, repasaré las razones, mis razones, para el mourinhismo, como un intento de futura exploración de una tercera vía para el madridismo, si es que fuera posible una tercera vía, que las terceras vías parecen por definición salidas moribundas.
Mourinhista lo es uno por razones culturales, por razones futboleras y por razones madridistas.
Mourinho es tan necesario a la España actual como hubiera resultado George Best a la España de los años sesenta. No me extenderé, pero el portugués es viril, seco, íntegro, profesional, competitivo y tiene una moral señorial. Es como un Nietzsche que se puede explicar en la escuela. Al respecto, recomiendo la visión de Ruiz Quintano, que desde hace tiempo le está dando al mourinhismo un calado profundo desde sus columnas engastadas, donde lo popular resuena.
Como aficionado al fútbol, Mourinho representa la posibilidad de que otras formas de juego, otras formas de disposición en el campo, de manejo de la pelota, otras geometrías y otros ritmos puedan ser aceptados, y más allá de su democrática aceptación, consentidos como alternativa por ese canon hegemónico del fútbol de toque, del tiquitaca, que ha sido elevado por una determinada prosa a la categoría de arte, como las croquetas de Adrià. Esa prosa, martilleante, cursi, dominical, ya “puso en la frontera” a Capello. Mourinho es la pluralidad futbolera.
Como madridista, estrictamente como madridista, Mourinho representa dos cosas: la independencia de criterio del club, algo que importa, pero menos, porque eso pudo simbolizarlo un Emerson antes, un Capello, o ahora un Pepe. Es decir, la capacidad del Madrid para ser una organización clausurada, autónoma, impermeable a ciertos niveles de presión. Independencia es hacer algo no determinado previamente por las portadas del Marca o por los editoriales con foto de Relaño.
Pero más que eso, Mourinho es la culminación del florentinismo, lo que le faltaba a la melifluidad florentiniana y a su concepción infantil, ridícula y antifutbolera de este deporte.
Florentino, en su primer advenimiento, se encontró dos cosas: una entidad esperpéntica y una plantilla lujosa. Arregló lo primero y lo segundo lo completó con balones de oro y mientras duraba lo primero y rendían los segundos, todo fue memorable -memorable aunque criticado, igualmente criticado por la constante beta del antimadridismo, recordemos: virtuosismo, prepotencia, individualismo, neocolonialismo, etc…-. Después, el equipo se hundió, porque Florentino, que era como un jeque árabe para algunas cosas, no creía en los defensas, ni en los jugadores que no fueran canteranos o balones de oro. Cuando admitió, tarde, su error, fichó a Walter Samuel, que era como un portero de discopub. Luego aprendió, echando cuentas, que a veces el balón de oro era mejor ficharlo antes de serlo, y entonces llegaron Robinho y Cassano. Algo fallaba, estaba claro, la magia se había perdido. El Madrid no tenía eso que se llama “estructura deportiva”. Sí, tenía señores educadísimos que cumplían como diplomáticos en los descansos, que aguantaban con flema infinita, a veces como auténticos mártires, las provocaciones de los Del Nidos, pero no había ni manager, ni entrenador estelar, ni Monchis que trajeran brasileños ignotos como Baptista o Alves, porque el Madrid, influido por la prensa, no pensaba que fuera conveniente fichar un entrenador que llevase la contraria a Manolo Lama. Así, el Madrid fue entrenado por Queiroz, Luxemburgo, López Caro, los Hernández Mancha del banquillo madridista. Estuvo Camacho, sí, como el Cordobés de los madridistas castizos, pero no duró ni un trimestre. Antes mandó Del Bosque, herencia de Sanz, el señor que antes había reconocido su aspiración de perpetuarse como el nuevo Molowny. Muchos madridistas no entendimos tres cosas de Del Bosque: su pasividad en el motín del alirón, el petardazo de Turín y, esto es una obsesión personal, cierta entrevista a la cadena Cope en vísperas del definitivo Atlético-Real Madrid. Del Bosque fue valorado como gestor de egos, y su vestuario era un laissez faire, laissez passer, aunque su mayor obra fue ganar la octava con una banda de boleros a la que organizó sobre el bendito 5-3-2, algo que ahora sería prohibido por el Ministerio de Cultura y Deportes.
Así las cosas, el florentinismo, que era la continuidad de Don Santiago, la restitución del Madrid a su ser, sus maneras, su lugar y su patrimonio, repetimos: la única forma de mantenimiento y preservación del patrimonio cultural, deportivo y económico del madridismo, esa experiencia epopéyica y transcontinental, se apagó. El florentinismo murió, entre las risas de todas las tertulias deportivas y, doy fe, se celebró con tracas por los aficionados rivales. El imperio, como en Roma, se desplomaba, y en provincias quedábamos a merced de los Albeldas, gobernadores despóticos, sin grandeza, ni púrpura, ni derechos.
El club de los manguitos y el papel cebolla de Fernández Trigo había llegado a ser modelo de gestión en las escuelas de negocio del planeta, pero no hubo nunca un poder deportivo fuerte. Era un madridismo blando, y quizás, esa blandura se trasladaba al campo y al discurso en las salas de prensa. Un Madrid maleable, algo viscoso.
Tras Florentino, hubo un período electoral con un candidato, Villar Mir, que se tachó de continuista y de elitista porque el señor contaba con el apoyo tácito de Florentino y con la desdicha de tener varias carreras, un pasar y un perfil sociológico así como conservador. En un debate electoral, otro candidato le llamó superhombre, y pidió para sí el voto de los madridistas normales, de los madridistas sin estudios. Contemporáneamente, en la España política mandaba lo que mandaba.
Villar Mir, que ciertamente no era un hombre al que Dios hubiera adornado con el don del carisma, propuso al madridismo más florentinismo, pero con el añadido de la estructura deportiva: seriedad, rigor, ortodoxia contable, trajes oscuros y un entrenador mandón, que probablemente hubiera sido Lippi, el Paul Newman campeón de todo con la Juventus y la Azzurra. Esta apuesta, que salvaguardaba el decoro institucional y proponía una alternativa realista a los desvaríos de Florentino, fue masacrada periodísticamente y, claro, ganó quien ganó. No me extenderé sobre ese periodo oscuro, sólo dejaré una sucesión de palabras: Nanín, chaquetas estilo Luis Aguilé, la esperanza de ver a Vlado Divac, un palco con el señor Rojo, Emerson y Cannavaro como fichajes estrellas, la promesa incumplida de los cracks, las sacas de votos por abrir, Mijatovic, la policía judicial, los saltos presidenciales en Zaragoza, el despido de Capello…
El Madrid se convirtió en una especie de Malaya, en un club gilista, mientras el Barcelona enderezaba su rumbo deportivo (Cruyffismo) e institucional (Nuñismo y pasión nacionalista) con Laporta.
Tras años de irrelevancia deportiva y de empobrecimiento, al borde de la reaparición de Sanz Mancebo, llega, no sin dificultades y palos en la rueda, Florentino, de nuevo con la vara de mando de Don Santiago y en pocos meses devuelve al club la tranquilidad, la seriedad y diría que la prosperidad.
Pero deportivamente se apuesta por Pellegrini, un “perfil bajo”, de nuevo con la portavocía de Valdano. Además, y ésta es mi mayor crítica, mi única crítica al Florentinismo, sin darle lo necesario, porque Pellegrini hubiera necesitado un tercer volante, Silva, para competir con el Barcelona y para desarrollar su fútbol sobeteador y acariciante, su arrullo futbolero. Pellegrini era apuesto y dulce como Valdano, ingeniero como aparenta serlo Bielsa y de un menottismo asumible. Pero sin Silva, sin Cazorla y vendido Sneijder, que era un volante de fútbol lacónico, la plantilla le quedaba extraña: Alonso, el caótico Lass y mucho delantero. Lo de siempre, la cojera de siempre. El chileno, persona educadísima, parecía un galán de sol de otoño, pero le faltó, siempre le faltó, la vibración napoleónica que necesita un entrenador en el Madrid, porque el entrenador de este club, como de algún otro, no entrena a futbolistas, sino que motiva a poblaciones enteras. El Madrid es un Estado sin territorio, o con un territorio mínimo, y su pueblo, su afición millonaria, en la diáspora, necesita un líder.
El entrenador de fútbol es un líder político.
Desesperado, ante un Barcelona hegemónico, Florentino supera dos escrúpulos: el del perfil bajo y el del jogo bonito y, movido por la responsabilidad, la urgencia y la conciencia de que una eliminación más a manos del Olimpique hubiera supuesto la devaluación del madridismo hasta la condición inofensiva de nostalgia, como un Benfica o un Liverpool, y desoyendo las amenazas periodísticas (¡pero no se atreverá!) contrata a Mourinho y con ello, como si recibiera un sacramento, acepta todos los dogmas y clasicismos del fútbol. Es como si de pronto Florentino hubiera fichado a Helenio Herrera. Floren, el heterodoxo, ese Bernabéu que no sabe de fútbol, acepta en Mou, como una oblea, el santo sacramento del balón, su clasicismo y, por fin, integra el banquillo en la profesionalizada estructura del club. El fútbol entra en Flo a través de Mou. Florentino, completo, ya es un ser empresarial y un ser futbolero y se le pone gesto de Don Santiago y hasta es capaz ya de dar una santiaguina si se le pide.
Y entre ese cuerpo con dos almas, Mou en Flo, y una sucesión orgiástica de copas de Europa sólo hay un obstáculo: Messi.
Llega Mourinho, en fin, y la historia es conocida. Mourinho no es fichado para ganar al Barcelona, sino para ganar al Olimpique de Lyon. En año y medio, gana la Copa, disputa la liga a un Barcelona que meses antes había profanado el Bernabéu con un 2-6 y devuelve al club a las semifinales de Champions, esa altura competitiva donde los aficionados acudimos nerviosos al estadio o ante el televisor. El territorio legendario del fútbol. Esa experiencia forofa del temblor y el mordisqueo de uñas, niños y adultos, adultos como niños, absortos ante la televisión. Ahí, donde el madridismo se hizo a sí mismo, nos devolvió Mourinho. Florentino nos saca de las páginas de sucesos y Mourinho nos devuelve a la Gazzetta dello Sport y a L’Equipe.
Por eso, y porque además creo que que Mourinho, quizás por intermedio de Florentino, ha suavizado su irresistible y agresiva brillantez (en España conviene ir con cuidado a ese respecto) y porque creo que su planteamiento de tres defensas ante el Barcelona es brillante, legítimo, responsable, útil y un reconocimiento implícito de la grandeza del rival y de su propia humildad, y porque abre una puerta a la riqueza conceptual del fútbol, para que el fútbol pueda no ser solamente el discursivo soliloquio de nuestros maravillosos centrocampistas patrios, y porque creo además que ese sistema, con Pepe como protagonista, pese a su disfunción, es el único que ha demostrado ser capaz de convertir a Messi en la irrelevancia que a veces es con la albiceleste, por todo ello considero el mourinhismo una forma acertadísima de florentinismo, la forma que adopta el florentinismo en este momento, un florentinismo irónico, por fin, y combativo, menos solemne, una piel que adopta el florentinismo, que no es sino la continuidad del espíritu de Bernabéu, que es el verdadero señorío de madridismo, porque señorío es Don Santiago fumándose un puro y Don Santiago era también manchego y, a su modo, también mediterráneo. Por todo lo anterior, en fin, entiendo que el mourinhismo es florentinismo, y que éste es la única manera inteligente y provechosa de ser madridista en la actualidad.
Porque el Real Madrid no es un equipo de fútbol más, es una pasión y un acervo constantemente amenazado de muerte.
Pero ése es otro tema.
En Los Objetos Impares
23 de Enero
En su Barra Brava de hoy, David Gistau, con poderosa concisión, retrataba un Madrid polarizado alrededor de Mourinho, por causa de los ataques que sufre el portugués. Tienen sus artículos de los lunes una cosa muy necesaria: la vocación de reordenar la cabeza del madridista tras el ruido liguero. Este periodista hace la crónica, pero además reubica al madridismo, le da siempre un norte. Hace un saldo, señala la distancia con su historia y con el Barcelona, al que se persigue como a una liebre. Hace Gistau, en resumen, una topología madridista cada lunes, que es lo contrario del gallinero mareante de las tertulias. Eso es madridismo, y si además está bien escrito, pues mejor.
Inspirado por lo suyo de hoy, a continuación, y con brevedad, por no aburrir (más) y porque me tengo que hacer la cena, repasaré las razones, mis razones, para el mourinhismo, como un intento de futura exploración de una tercera vía para el madridismo, si es que fuera posible una tercera vía, que las terceras vías parecen por definición salidas moribundas.
Mourinhista lo es uno por razones culturales, por razones futboleras y por razones madridistas.
Mourinho es tan necesario a la España actual como hubiera resultado George Best a la España de los años sesenta. No me extenderé, pero el portugués es viril, seco, íntegro, profesional, competitivo y tiene una moral señorial. Es como un Nietzsche que se puede explicar en la escuela. Al respecto, recomiendo la visión de Ruiz Quintano, que desde hace tiempo le está dando al mourinhismo un calado profundo desde sus columnas engastadas, donde lo popular resuena.
Como aficionado al fútbol, Mourinho representa la posibilidad de que otras formas de juego, otras formas de disposición en el campo, de manejo de la pelota, otras geometrías y otros ritmos puedan ser aceptados, y más allá de su democrática aceptación, consentidos como alternativa por ese canon hegemónico del fútbol de toque, del tiquitaca, que ha sido elevado por una determinada prosa a la categoría de arte, como las croquetas de Adrià. Esa prosa, martilleante, cursi, dominical, ya “puso en la frontera” a Capello. Mourinho es la pluralidad futbolera.
Como madridista, estrictamente como madridista, Mourinho representa dos cosas: la independencia de criterio del club, algo que importa, pero menos, porque eso pudo simbolizarlo un Emerson antes, un Capello, o ahora un Pepe. Es decir, la capacidad del Madrid para ser una organización clausurada, autónoma, impermeable a ciertos niveles de presión. Independencia es hacer algo no determinado previamente por las portadas del Marca o por los editoriales con foto de Relaño.
Pero más que eso, Mourinho es la culminación del florentinismo, lo que le faltaba a la melifluidad florentiniana y a su concepción infantil, ridícula y antifutbolera de este deporte.
Florentino, en su primer advenimiento, se encontró dos cosas: una entidad esperpéntica y una plantilla lujosa. Arregló lo primero y lo segundo lo completó con balones de oro y mientras duraba lo primero y rendían los segundos, todo fue memorable -memorable aunque criticado, igualmente criticado por la constante beta del antimadridismo, recordemos: virtuosismo, prepotencia, individualismo, neocolonialismo, etc…-. Después, el equipo se hundió, porque Florentino, que era como un jeque árabe para algunas cosas, no creía en los defensas, ni en los jugadores que no fueran canteranos o balones de oro. Cuando admitió, tarde, su error, fichó a Walter Samuel, que era como un portero de discopub. Luego aprendió, echando cuentas, que a veces el balón de oro era mejor ficharlo antes de serlo, y entonces llegaron Robinho y Cassano. Algo fallaba, estaba claro, la magia se había perdido. El Madrid no tenía eso que se llama “estructura deportiva”. Sí, tenía señores educadísimos que cumplían como diplomáticos en los descansos, que aguantaban con flema infinita, a veces como auténticos mártires, las provocaciones de los Del Nidos, pero no había ni manager, ni entrenador estelar, ni Monchis que trajeran brasileños ignotos como Baptista o Alves, porque el Madrid, influido por la prensa, no pensaba que fuera conveniente fichar un entrenador que llevase la contraria a Manolo Lama. Así, el Madrid fue entrenado por Queiroz, Luxemburgo, López Caro, los Hernández Mancha del banquillo madridista. Estuvo Camacho, sí, como el Cordobés de los madridistas castizos, pero no duró ni un trimestre. Antes mandó Del Bosque, herencia de Sanz, el señor que antes había reconocido su aspiración de perpetuarse como el nuevo Molowny. Muchos madridistas no entendimos tres cosas de Del Bosque: su pasividad en el motín del alirón, el petardazo de Turín y, esto es una obsesión personal, cierta entrevista a la cadena Cope en vísperas del definitivo Atlético-Real Madrid. Del Bosque fue valorado como gestor de egos, y su vestuario era un laissez faire, laissez passer, aunque su mayor obra fue ganar la octava con una banda de boleros a la que organizó sobre el bendito 5-3-2, algo que ahora sería prohibido por el Ministerio de Cultura y Deportes.
Así las cosas, el florentinismo, que era la continuidad de Don Santiago, la restitución del Madrid a su ser, sus maneras, su lugar y su patrimonio, repetimos: la única forma de mantenimiento y preservación del patrimonio cultural, deportivo y económico del madridismo, esa experiencia epopéyica y transcontinental, se apagó. El florentinismo murió, entre las risas de todas las tertulias deportivas y, doy fe, se celebró con tracas por los aficionados rivales. El imperio, como en Roma, se desplomaba, y en provincias quedábamos a merced de los Albeldas, gobernadores despóticos, sin grandeza, ni púrpura, ni derechos.
El club de los manguitos y el papel cebolla de Fernández Trigo había llegado a ser modelo de gestión en las escuelas de negocio del planeta, pero no hubo nunca un poder deportivo fuerte. Era un madridismo blando, y quizás, esa blandura se trasladaba al campo y al discurso en las salas de prensa. Un Madrid maleable, algo viscoso.
Tras Florentino, hubo un período electoral con un candidato, Villar Mir, que se tachó de continuista y de elitista porque el señor contaba con el apoyo tácito de Florentino y con la desdicha de tener varias carreras, un pasar y un perfil sociológico así como conservador. En un debate electoral, otro candidato le llamó superhombre, y pidió para sí el voto de los madridistas normales, de los madridistas sin estudios. Contemporáneamente, en la España política mandaba lo que mandaba.
Villar Mir, que ciertamente no era un hombre al que Dios hubiera adornado con el don del carisma, propuso al madridismo más florentinismo, pero con el añadido de la estructura deportiva: seriedad, rigor, ortodoxia contable, trajes oscuros y un entrenador mandón, que probablemente hubiera sido Lippi, el Paul Newman campeón de todo con la Juventus y la Azzurra. Esta apuesta, que salvaguardaba el decoro institucional y proponía una alternativa realista a los desvaríos de Florentino, fue masacrada periodísticamente y, claro, ganó quien ganó. No me extenderé sobre ese periodo oscuro, sólo dejaré una sucesión de palabras: Nanín, chaquetas estilo Luis Aguilé, la esperanza de ver a Vlado Divac, un palco con el señor Rojo, Emerson y Cannavaro como fichajes estrellas, la promesa incumplida de los cracks, las sacas de votos por abrir, Mijatovic, la policía judicial, los saltos presidenciales en Zaragoza, el despido de Capello…
El Madrid se convirtió en una especie de Malaya, en un club gilista, mientras el Barcelona enderezaba su rumbo deportivo (Cruyffismo) e institucional (Nuñismo y pasión nacionalista) con Laporta.
Tras años de irrelevancia deportiva y de empobrecimiento, al borde de la reaparición de Sanz Mancebo, llega, no sin dificultades y palos en la rueda, Florentino, de nuevo con la vara de mando de Don Santiago y en pocos meses devuelve al club la tranquilidad, la seriedad y diría que la prosperidad.
Pero deportivamente se apuesta por Pellegrini, un “perfil bajo”, de nuevo con la portavocía de Valdano. Además, y ésta es mi mayor crítica, mi única crítica al Florentinismo, sin darle lo necesario, porque Pellegrini hubiera necesitado un tercer volante, Silva, para competir con el Barcelona y para desarrollar su fútbol sobeteador y acariciante, su arrullo futbolero. Pellegrini era apuesto y dulce como Valdano, ingeniero como aparenta serlo Bielsa y de un menottismo asumible. Pero sin Silva, sin Cazorla y vendido Sneijder, que era un volante de fútbol lacónico, la plantilla le quedaba extraña: Alonso, el caótico Lass y mucho delantero. Lo de siempre, la cojera de siempre. El chileno, persona educadísima, parecía un galán de sol de otoño, pero le faltó, siempre le faltó, la vibración napoleónica que necesita un entrenador en el Madrid, porque el entrenador de este club, como de algún otro, no entrena a futbolistas, sino que motiva a poblaciones enteras. El Madrid es un Estado sin territorio, o con un territorio mínimo, y su pueblo, su afición millonaria, en la diáspora, necesita un líder.
El entrenador de fútbol es un líder político.
Desesperado, ante un Barcelona hegemónico, Florentino supera dos escrúpulos: el del perfil bajo y el del jogo bonito y, movido por la responsabilidad, la urgencia y la conciencia de que una eliminación más a manos del Olimpique hubiera supuesto la devaluación del madridismo hasta la condición inofensiva de nostalgia, como un Benfica o un Liverpool, y desoyendo las amenazas periodísticas (¡pero no se atreverá!) contrata a Mourinho y con ello, como si recibiera un sacramento, acepta todos los dogmas y clasicismos del fútbol. Es como si de pronto Florentino hubiera fichado a Helenio Herrera. Floren, el heterodoxo, ese Bernabéu que no sabe de fútbol, acepta en Mou, como una oblea, el santo sacramento del balón, su clasicismo y, por fin, integra el banquillo en la profesionalizada estructura del club. El fútbol entra en Flo a través de Mou. Florentino, completo, ya es un ser empresarial y un ser futbolero y se le pone gesto de Don Santiago y hasta es capaz ya de dar una santiaguina si se le pide.
Y entre ese cuerpo con dos almas, Mou en Flo, y una sucesión orgiástica de copas de Europa sólo hay un obstáculo: Messi.
Llega Mourinho, en fin, y la historia es conocida. Mourinho no es fichado para ganar al Barcelona, sino para ganar al Olimpique de Lyon. En año y medio, gana la Copa, disputa la liga a un Barcelona que meses antes había profanado el Bernabéu con un 2-6 y devuelve al club a las semifinales de Champions, esa altura competitiva donde los aficionados acudimos nerviosos al estadio o ante el televisor. El territorio legendario del fútbol. Esa experiencia forofa del temblor y el mordisqueo de uñas, niños y adultos, adultos como niños, absortos ante la televisión. Ahí, donde el madridismo se hizo a sí mismo, nos devolvió Mourinho. Florentino nos saca de las páginas de sucesos y Mourinho nos devuelve a la Gazzetta dello Sport y a L’Equipe.
Por eso, y porque además creo que que Mourinho, quizás por intermedio de Florentino, ha suavizado su irresistible y agresiva brillantez (en España conviene ir con cuidado a ese respecto) y porque creo que su planteamiento de tres defensas ante el Barcelona es brillante, legítimo, responsable, útil y un reconocimiento implícito de la grandeza del rival y de su propia humildad, y porque abre una puerta a la riqueza conceptual del fútbol, para que el fútbol pueda no ser solamente el discursivo soliloquio de nuestros maravillosos centrocampistas patrios, y porque creo además que ese sistema, con Pepe como protagonista, pese a su disfunción, es el único que ha demostrado ser capaz de convertir a Messi en la irrelevancia que a veces es con la albiceleste, por todo ello considero el mourinhismo una forma acertadísima de florentinismo, la forma que adopta el florentinismo en este momento, un florentinismo irónico, por fin, y combativo, menos solemne, una piel que adopta el florentinismo, que no es sino la continuidad del espíritu de Bernabéu, que es el verdadero señorío de madridismo, porque señorío es Don Santiago fumándose un puro y Don Santiago era también manchego y, a su modo, también mediterráneo. Por todo lo anterior, en fin, entiendo que el mourinhismo es florentinismo, y que éste es la única manera inteligente y provechosa de ser madridista en la actualidad.
Porque el Real Madrid no es un equipo de fútbol más, es una pasión y un acervo constantemente amenazado de muerte.
Pero ése es otro tema.
En Los Objetos Impares
23 de Enero