Ignacio Ruiz Quintano
Como las esporas del ántrax, las erratas. En algún párrafo de Steiner sale a relucir la especulación del misticismo judío sobre el fatídico momento de distracción del escriba al que Dios dictaba la Tora: el resultado fue la omisión de un acento, «y a través de ese ‘erratum’ el mal penetró en el mundo». Y en el periodismo.
Escandalizar —al estilo de los gansos capitolinos— poniendo u omitiendo acentos a conveniencia constituye la función, desde luego democrática, reservada a la prensa, que en un mundo tan malo como es el nuestro, y ante un problema tan complejo como es el mal, a falta de definiciones, ofrece ejemplos a cargo del animal que mejor se ha asimilado la ideología humana: el perro.
Por un lado, el escándalo de la vida regalada que llevaba «Colombo», el reverendo «sambernardo» del pícaro Camacho, ejemplo de cómo el hombre puede convertirse en el mejor amigo del perro. Y por el otro lado, el escándalo de esos gozquecillos de Tarragona perseguidos por la adversidad —vivían en un refugio de beneficencia— y por el sadismo de sacamantecas anónimos que los torturaron aserrándoles concienzudamente las patucas, ejemplo de cómo el perro puede convertirse en el mejor amigo del hombre, puesto que cuesta pensar que esos psicópatas, de reunir el valor necesario para saltar la cerca de Zahariche, hubieran encontrado la misma resignación en los cinqueños de Miura.
«¡Y pensar que son como nosotros, que te los cruzas por la calle y te dan los buenos días!», se estremece Gabilondo al hablar no de los miuras, sino de los torturadores de gozquecillos. Sí. ¡Y pensar que los administradores de la «solución final» eran ejecutantes de Bach y de Mozart! «¡Desalmados!», musitan, en fin, los tertulianos. Sorprendentemente, ninguno de estos ayes apela a la filosofía de Schopenhauer, aunque ya sabemos que hoy no es posible leer el periódico y «Sobre el fundamento de la moral» al mismo tiempo. Si alguna vez llega el tiempo en que se me lea, dice Schopenhauer, se encontrará que mi filosofía es como la Tebas de cien puertas: desde todos los lados se puede entrar y a través de todos se puede llegar, por un camino directo, hasta el punto medio.
Para Schopenhauer, a quien siempre preocuparon más los animales que las viejas, las fuentes de la zoofobia occidental son el judaísmo, el clericalismo y el cartesianismo, cuya doctrina del cogito va unida a un menosprecio radical de la zoología. El venerable Fontanellé resume famosamente las consecuencias de esta doctrina en una anécdota: visitaba un día a Malebranche y entró en la habitación una perrilla preñada que había en la casa. A fin de que no molestase, Malebranche, sacerdote cartesiano, dulce y apacible como un padre ecónomo, hizo que la expulsasen a palos. Ante los aullidos del animal, Malebranche, impasible, tranquilizó a las visitas: «No importa. ¡Es una máquina, es una máquina!»
La pega de construir a base de abstracciones un «ánima rationalis» inmortal es que la perrilla de Malebranche y los gozquecillos de Tarragona no pasan de ser sino unos perros de lata. A diferencia de los hombres, que tienen un alma, los animales, sostiene Descartes, son autómatas gobernados por las leyes de la física y exentos de conciencia. Los animales, en una palabra, carecen de yo. «Pero si un cartesiano —objeta Schopenhauer— se encontrase entre las garras de un tigre, se percataría con la mayor claridad de qué nítida distinción establece aquél entre yo y no-yo.»
Culturalmente, los únicos animales que nunca han planteado problemas de yo son los peces y los crustáceos, lo que los convierte en los verdaderos, por desinteresados, amigos del hombre, pero la prensa sólo se ocupa de ellos para escandalizarse con lo que por estas fechas suelen subir el besugo y la langosta. Sin embargo, de Pitágoras, que no conoció el cristianismo, se sabe que compraba a los pescadores su redada mientras la red estaba aún en el agua, para luego regalar su libertad a todos los peces capturados. Y de la chica de la tele, Mary Taylor Moore, que ignora el cartesianismo, se cuenta que compró la langosta-mascota de un restaurante de Malibú para devolverla a sus aguas naturales, en Maine.
Mary Taylor Moore