Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Ya en tiempos de Pemán había quien atribuía a los moros, “como prenda de fanático recato”, el cobijo o capucha con que se cubrían la cara las mujeres en Vejer de la Frontera: se acudió a los expertos (un experto es, según la ley de Murphy, cualquiera que no sea de la ciudad), que dictaminaron que esos cobijos empezaron a usarse en el siglo XVIII, cuando las vejeriegas se preocuparon por resguardar su cutis frente a los fuertes vientos de Levante.
Los persas no son moros, pero eso no lo sabe el nuevo periodismo, que reacciona al turbante como el perro de Paulov a la campana: salivando. El obamato mediático nos vendía que Irán era la nueva locomotora mundial, una especie de señora Claypool repartiendo cheques a los revolucionarios de opereta (¡ay, Pablemos!), cuando en Teherán la juventud pide pan y libertad a la Revolución que hizo de Persia un parque temático del Medioevo, donde se amenaza ahora con la pena de muerte a los revoltosos por… “enemistad con Dios”.
–Yo comencé a pensar acerca de Dios cuando estaba en los húsares –dice un nihilista de los de Dostoyevski.
Europa no comenzaría a pensar acerca de Dios ni viendo el “halo especial” de Jamenei (un juego de luces y espejos en el coche iluminan su cabeza de líder supremo), quien decide, ¡oh, Schmitt!, las amistades y enemistades de Dios. Cuando hace justo un par de años Rohani, de visita en Roma, paseaba por el Capitolio como por una viñeta de Máximo, sorteando cajones de madera gris con que se habían tapado las desnudas esculturas clásicas, sólo vi escandalizado a mi amigo Jean Palette, descendiente de húsares:
–Nada resume mejor la cultura occidental como el desnudo –escribió–. Sin él no seríamos nada de lo que somos. Ocultándolo, nos humillamos, nos rendimos y, sobre todo, secamos la fuente de donde brotó todo pensamiento.
Y con esto no ponemos el “desnudo” poligonero de Pedoche en Nochevieja por delante del “desvelo” desafiante de la mujer anónima en la protesta de Teherán.