Hughes
Abc
No es ninguna novedad, pero este año se ha notado más. Ha desaparecido el villancico español, sustituido en publicidad y en las finuras de las dedicatorias por el villancico estadounidense. Allí siempre cantaron los crooners. Así que España en navidades suena a Bing Crosby. Esto me hubiera hecho feliz de niño, pero ya no. Me he prohibido el villancico americano porque me siento idiota y porque la bobaliconería ambiente encima tiene la poca vergüenza de disfrazarse de Bublé. Y si vuelvo de nuevo hacia los villancicos es porque son populares. Llega en ellos una Navidad antigua. Hambre de pueblo (yo pondría a mi hijo el nombre de Machado: Demófilo); porque nos pasamos el día escuchando hablar del Pueblo, del Pueblo como sujeto político informal, inarticulado. Pero nunca del pueblo como hecho cultural, del pueblo con raíz, del pueblo eterno (la eternidad, o un trasunto, estaría a lo mejor en la soberanía, pero no). Ese pueblo aún habla en el villancico. Ya el colmo sería tener la botella vacía de anís para darle con la cuchara y que sonara.
El villancico aquí está reservado a los niños. Anda, niño, cántale al tito el pastores venid. Y el niño a por la pandereta (los niños que disfrutan con eso luego se hacen tunos). El exhibicionismo terrible del niño se produce en estas fechas. Hoy debutarán muchos infelices, cuando el niño ha de ser, no representar. Recuerdo con espanto (ya entonces) cuando sacaban a un primo mío a tocar en Nochebuena. Sabia dar unas notas en el Casio y sus padres pensaban que era Jean Michel Jarre. El pobre se pasaba la noche nervioso y al final iba a por su instrumento, sacaba la partitura y de pie tocaba arrebatado el “When the saints go marchin in”. Pero esto es común. La representación navideña es un clásico. Yo tengo grabado mi imagen de pastorcillo en un belén infantil. Iba forrado de pana, borreguillo y tenía un color de cara como si las monjas hubiesen estado horas pellizcándome los carrillos. Esa estampa de candor religioso y bucólica sugestión invernal, esa absoluta modestia, se me quedó íntimamente como el modo de ser navideño. Todos los años volvemos al pastorcillo.
Yo hubiera querido representar a Moisés, a Adán, a la serpiente paradisíaca, a Jonás, a Judas, pero hay una represión de los elementos aventureros y más fantasiosos del relato bíblico.
En la representación o composición del Belén hay algo muy fundamental que hace que no se abandone nunca. El Belén y la Cruz. Lo ultimo que caiga.
Se ha detectado en sus tuits que el man of the year, Pablo Iglesias, detesta el consumismo y la felicidad navideña. No es ninguna sorpresa, pero yo quiero ver en eso su único dandismo.
En unas horas, la cena. Me encanta el momento en que se produce el equivalente glotón de la afinidad electiva. Ese momento delicioso y espontáneo en el que dos manos se dirigen al mismo plato. Y la repetición, casi erótica, de la coincidencia.
Pero lo mejor es cuando aparece ese tipo de cuñado que es fino. El cuñado que ante el langostino o el jamón se pone exquisito. ¡Juan Jamón Jiménez! Porque insisto que el cuñado tipo no es tanto de energúmeno aborigen del que tanto se habla. Hay mucho finolis, mucho cuñado cursi. Mi experiencia, mi “ser cuñado yo mismo” es (además de la evidente cursilería) más bien una experiencia de sometimiento y apocamiento. El cuñado es dos veces hijo.
Quizás el momento más peligroso, más difícil, más temible es cuando el alcohol provoca una corriente de ternura hacia la suegra. El control de este impulso es dificilísimo.
¡Ahí! ¡Pastorcillo apocado! Esa es la forma de la Navidad para algunos.
Y luego está la Navidad reprimida. Admiro y me sorprendo ante algunas navidades andaluzas, jaraneras, bailongas. Hay una Nochebuena interior reprimida. Familias que tampoco esa noche se permiten la alegría o la efusión. Por vergüenza. Este tipo de persona, este tipo de español me produce una simpatía incalculable.
Acabar el año como se empezó. Atenazado por un paralizante sentido del ridículo. Vivir así, temeroso de todo, mirando al suelo la mayor parte del tiempo. No puede haber gente más adorable…