El careto del ídolo moral de la progresía al verse rodeado
de sus víctimas sexuales durante el debate
Hughes
Abc
Había entre el público asistente al debate un señor que llamaba especialmente la atención. En silencio, escuchaba con interés y asombro, con los ojos muy abiertos, el crudo intercambio de acusaciones (histórico) entre los candidatos. No movía una ceja, educadísimo, disciplinado. Pero el espectáculo se reflejaba en su rostro, que de algún modo conseguía capturarlo. Tenía algo espantado a lo Stephen King, y el aspecto físico del padre del Family Guy. Algo entre los dos.
Toda mi esperanza en el debate era que en algún momento le dieran la palabra. Qué podría preguntar, cuáles podrían ser sus intereses. Tenía algo de americano medio e ideal, y un estupor grabado en el rostro que resultaba muy simpático. ¿Cómo se las apañaba ese hombre para serlo en medio de ese combate, de ese Kill Bill del escarnio que fue el debate?
Al señor le dieron la palabra al final. La última pregunta fue suya y efectivamente algo tenía que cambió el debate. Lo transformó en positivo, cálido, le dio color, humanidad, le quitó toda la sordidez con esa última pregunta. “¿Qué valoran en el otro?”
Iluminó el debate introduciendo una perspectiva positiva y humana, algo que no habían conseguido esos presentadores robóticos, fríos, y tremendamente parciales que incluso le llegaron (la periodista) a contrargumentar a Trump.
Hillary contestó que lo mejor de Trump eran sus hijas. No fue capaz de encontrar un solo detalle en la persona a la que había estado demonizando durante meses.
¿Y Trump? ¿Qué diría Trump? ¿Volvería a meter la pata, podría ser empático por una vez? “De Hillary valoro que no se rinde nunca. Es una luchadora. No comparto las cosas por las que lucha, pero lucha hasta el final”.
Trump había sido generoso, y había provocado una corriente de emoción. Algo edificante, por fin, y era obra suya.
El debate, lean lo que lean (que leerán cosas completamente absurdas), lo ganó Trump y lo hizo de un modo histórico, renovando con frescura y ritmo una retórica histérica y agotada en Hillary. Pidió perdón por el vídeo, pero se defendió, atacó con dureza a los Clinton e hizo cosas revolucionarias como aceptar su escaqueo fiscal. “Sí, lo hice, pues claro como todos los amigos que te dan dinero para que hagas anuncios falsos contra mí”.
Trump estuvo por encima de la hipocresía monstruosa, kafkiana, invivible. Cogió el micrófono como un crooner y habló con desparpajo, pero también con dominio de sí. Paseó el plató con una naturalidad que ni Reagan. Cuando era Hillary la que intervenía, se agarraba al taburete, o salía de plano y casi de plató, o se movia oscilante, como un bebé enorme y valorativo.
Pero sobre todo ganó cuando aceptó plenamente la invitación de ese señor del público. Clinton le habló a razas distintas, usó una retórica de Guerra Fría y llegó al esperpento más absoluto con sus recursos constantes a los niños (“Mamá, ¿me devolverá Trump a Etiopía?”). Dibujó a un coco grotesco que atemorizaba a los niños americanos, literalmente. Trump devolvió los golpes y le zurró de lo lindo con sus propias palabras y hasta con las de Bernie Sanders. Tedioso sería repasar los muchos “golpes” del debate. Baste uno. Acabó defendiendo Twitter y usando lo de sus tuits de madrugada para colar lo de Bengasi.
-Si en Bengasi alguien hubiera respondido la llamada a las tres de la mañana…
No se dejó nada, Trump. Sus “deplorables” habrán quedado satisfechos. Pero se supo que había ganado cuando no se conformó con eso y aprovechó la ocasión para estar a la altura del simpático señor del público que había enaltecido, por fin, por una vez, el sentido del debate. Le ganó a Hillary también en generosidad.
De algún modo, completó su imagen de candidato con unas formas convincentes, particulares, directas, inclusivas y hasta humanas.