domingo, 30 de octubre de 2016

El coracero, el escritor y la rata

Céline coracero, 1914


Jean Palette-Cazajus
 
(Apéndice lúcido sobre “El Hombre a Caballo”)

                                                                                                     Para I.R.Q.

Me complugo sobremanera ver cómo íbamos amaneciendo aquí, estos últimos días, con citas de Louis-Ferdinand Céline (1894-1961). No sabré explicar por qué, siendo joven estudiante, nos poseía literalmente la “celinomanía” a un entrañable amigo y al que suscribe. Quiero pensar que sería una forma de manifestar la rebeldía propia de aquella edad hormonal, pero también de “customizar” el rutinario izquierdismo postacnéico del que participábamos, yo más que él.

Voy a confesar algo terrible. Leo poca novela. No solamente por hacerle caso a Josep Plá, que venía a decir, no encuentro la cita exacta, que pasados los cuarenta años quien seguía leyendo novelas tenía mucho tiempo que perder. Marcado también por un platonismo radical que me llevó a plantear la novela como arte de bordadoras. Como el autor de “La República”, solo veía utilidad social en tres dedicaciones. Jerárquicamente, filósofo, soldado y labrador. Conozco mi error, pero sigo sin leer novela. Mis limitaciones neuronales ralentizan considerablemente mis lecturas prioritarias y no hay tiempo para otra cosa.

Pero creo que hay otra explicación. Juvenilmente empapado en el aguardiente celinesco, cualquier otra literatura me parece fácilmente agua de rosas. Podría ser arqueológicamente interesante una etiología de mi progresivo paso de Céline a Lévi-Strauss. Pero admito que hubo una clara dimensión de alejamiento profiláctico. En pocas ocasiones se han dado cita, como en la persona de Céline, el prodigioso escritor y la rata humana. Después de los inmensos “Viaje al fin de la noche” y “Muerte a crédito” llegó la época de textos como “Bagatelas para una masacre”,  o “La escuela de los cadáveres”, empapados por el odio y por un antisemitismo patológico. Tras proclamar desahogadamente “Soy el enemigo número uno de los judíos”, Céline fue la persona que podía escribir, valga un minúsculo botón de muestra, “Los judíos son...bastardos gangrenosos, destructores, pudridores”. No quiso dejar ningún resquicio para la duda: “Yo me siento muy amigo de Hitler, muy amigo de todos los alemanes. Encuentro que son verdaderos hermanos y que tienen mucha razón en ser racistas. Encuentro que nuestros verdaderos enemigos son los judíos y los masones”.

El último Céline

No fueron solamente palabras. Denunció a la Kommandantur a un médico judío que había sido colega suyo en el mismo hospital (“Céline” era el seudónimo del doctor Destouches) y mandó al ocupante varias cartas anónimas. Aparte de las cuarenta cartas abiertas, a cual más desmelenada, publicadas en los medios colaboracionistas. Tras el desembarco de Normandía huye a Alemania con los peores elementos del gobierno de Vichy. Describirá con increible lucidez y crueldad aquel esperpento, aquel ambiente crepuscular, en “De un castillo a otro”. A partir de entonces y hasta su muerte, Céline se convertirá en un personaje rastrero, gimiente, reptiliano y casi clochardizado, movido por una voluntad de tortuoso camuflaje frente a una opinión que admiraba al escritor pero se tapaba la nariz ante la persona.


Cuesta imaginar que el individuo rampante y andrajoso de los últimos tiempos fuese la misma persona que el pimpante y juvenil coracero de la foto. Pero el joven Louis-Ferdinand Destouches se alista en 1912,  con 18 años, en el 12° Régimiento de Coraceros. El coracero es el antihúsar. Pesadamente equipado, montado en los caballos más pesados, era el blindado de los ejércitos tradicionales. Los coraceros eran la fuerza de choque que desequilibraba la batalla. Con éxito en Eylau, con trágico fracaso en Waterloo. La condición de su eficacia era la potencia de la masa y el impacto del choque. Ello exigía, en el momento de la carga, absoluta cohesión y solidaridad, abnegación anónima, generosidad y espíritu de sacrificio. Cualidades y valores difíciles de encontrar en la obra de Céline.

El 11º Regimiento de Coraceros, 1913

“¡Eppure!” que decía Galileo, ¡y sin embargo!, Céline, “maréchal des logis”, o sea sargento de caballería con 20 años en el estallido de la Primera Guerra Mundial, se presenta voluntario para una misión peligrosa donde resulta herido de gravedad en un brazo. Le conceden primero la Medalla Militar y después la Cruz de Guerra, pero el coracero Destouches queda inapto para el combate. Además, desde Agosto de 1914, el de los centauros acorazados, más que ningún otro cuerpo de caballería, demostró su total incongruencia con la guerra moderna. Desapareció de los frentes tras las primeras semanas. Céline evoca su experiencia en “Viaje al fin de la noche”, pero sobre todo en “Casse-Pipe”, novela corta editada en 1949, me parece que sin traducir al español. “Casser sa pipe”, romper la pipa,  significa “palmar”. El “casse-pipe”, palabra muy usada por los combatientes de 14-18 es, como quien dice, el “palmadero”.

 Coracero herido, 1914

Es un texto donde se luce el mejor Céline, desgarrado, tétrico y  corrosivo. Cutrez de la vida cuartelaria entre boñigas y tareas rutinarias,  mediocridad obtusa de los compañeros palurdos e iletrados, mugre y olores infames de los dormitorios donde los jinetes dormían en la misma paja que los caballos. Etílico-tabaquismo de los suboficiales. Arrogancia clasista de los oficiales generalmente procedentes de una aristocracia residual y bastante propensos a una versión gala del “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!”. Llegada la hora del “casse-pipe”, esta vez son las misiones absurdas, las órdenes absurdas, los mandos absurdos en una guerra inimaginablemente cruenta. En la descripción despiadada de la muerte estúpida, descerebrada de su coronel, en su tiempo calificada de “heroica”, se abre la falla geológica entre el joven coracero y el escritor desesperanzado. El coronel se empeña en permanecer al descubierto, bajo el fuego alemán. Obliga a su ordenanza a mantenerse a su lado en posición de firme. Afortunadamente el obus germano que lo hace trizas perdona la vida  al ordenanza, sólo empuercado de sesos y otros humanos menudillos procedentes de tan dudosa jerarquía. 

Entiendo perfectamente que frente a ese tipo de “valor” hormonal, zoológico, nihilista le diera a Bardamu, el alter ego de Céline en “Viaje al fin de la noche”, por exaltar la necesidad de la cobardía. En mis últimas incursiones montadas, dando molinetes con el sable romo de la pluma y pese a insistir en la necesidad de la distancia, temo haberme dejado llevar por el atavismo familiar y la ilusión lírica. Céline me devuelve al equilibrio y a la lucidez.

La Ilusión Lírica