Mi bisabuelo con el sable, modelo 1822
Jean Palette-Cazajus
Premodernas, las palabras
escritas a su mujer por el general Lasalle, el húsar de húsares, la víspera de
su muerte. Y yo perplejo con el interés -relativo- suscitado por mi publicación titulada “Untrozo de magdalena proustiana”, en detrimento de otros escritos que yo creía
más ambiciosos y se ve que no pasaban de cargantes. No sé si seré capaz de
retener la lección. En realidad puede que haya funcionado una vez más la
histórica fascinación por “El Hombre a Caballo”, título éste de una novela de
Drieu La Rochelle, fascinante escritor suicidado en 1945. El hombre fue uno de
los inspiradores del posterior grupo de escritores precisamente conocido como
“Los Húsares”.
En Occidente el concepto de
aristocracia es inseparable de la práctica ecuestre. Tras la terrible derrota
ateniense de Delion, en 424 aC, frente a los tebanos, Alcibiades -que lo
cuenta en el “Banquete” de Platón- pudo
salvarse, guapo y patricio él, escapando a uña de caballo mientras atrás se
jugaba la piel quien había sido su “erastés”, un hoplita a pie, barbado y
cincuentón, un tal Sócrates. Más tarde advino la clase social romana llamada
“Equites” ¿Y qué os voy a contar, damas y ...caballeros, sobre el uso de la
palabra en el tratamiento español? Durante siglos no hubo dignidad guerrera, si
no era a caballo. Francia, en particular, terminó pagando cara esa vieja
obsesión. Digámoslo de entrada, en Occidente nunca ha sido la caballería un
instrumento militar realmente eficaz. A diferencia de las hordas montadas de
las tribus esteparias, equipadas con el arco compuesto y que practicaban el
combate a distancia. Pero el honor del guerrero occidental siempre radicó en el
combate cuerpo a cuerpo, de hombre a hombre. Matar a distancia era cosa de
cobardes. Los arqueros escitas que cumplían tareas de policía en Atenas tenían
un estatuto de esclavos.
Moret, veterano napoleónico del 2° de húsares, con 75 años
Foto coloreada de 1865
Los caballeros franceses de
la Guerra de los Cien Años no podían concebir que los temibles arqueros
ingleses fuesen guerreros respetables. En Crécy (1346), primera gran batalla
del interminable conflicto, la caballería francesa, en sus prisas por acometer a
los ingleses, arrolló con desprecio al propio cuerpo aliado de los ballesteros
genoveses, que por lo visto estorbaban. Pronto quedó desbaratada su soberbia
por la lluvia de flechas disparadas por el poderoso “Long Bow”. En Azincourt, 69 años después, en el barro
hasta los corvejones, la caballería francesa se lanzó a otra carga más
petulante y desordenada que nunca. No eran estúpidos. Entendían que cualquier
otra actitud hubiese supuesto renunciar al estatuto, al honor y a la jerarquía
social. Se usaba una palabra, “piétaille”, o sea chusma pedestre, para calificar
a los infantes. El vocablo se sigue usando, metafóricamente, para calificar a
grupos de gente sin relevancia. Tres cuartos de lo mismo pasa en español con la
palabra “pedestre”. Dos siglos después, en Pavía, en 1525, en un momento de la
batalla estratégicamente favorable a los franceses, el rey de Francia decidió
que aquello sólo se podía dirimir dignamente mediante una carga de caballería.
Era el pasado, que no acababa de morir, mientras el futuro estaba en la formación
cerrada de los Tercios españoles con sus picas largas infranqueables para los
caballos. Por ellas protegidos, los 3000 arcabuceros de Don Alfonso de Ávalos
pudieron así practicar el tiro al plato con la nobleza francesa.
Simbólicamente, a Francisco I de Francia lo iba a apresar un infante, el guipuzcoano Juan de Urbieta.
Lasalle. Luneville
Mi padre solía contar que
cuando su regimiento de caballería se dirigía hacia el frente, adelantando a
las columnas de infantería, de las filas pedestres subían insultos. “¡Culs
sales!”, culos guarros, era uno de los piropos, aludiendo a la larga
convivencia de las posaderas con la silla. Resurgían el viejo atavismo y las
viejas jerarquías. Escribí en otra ocasión -sin duda petulante paradoja pero con un punto de verdad- que el toreo a pie había sido el equivalente
español de la revolución jacobina. Creo que nos cuesta valorar la radicalidad
social que supuso, en su momento, la expulsión del caballero de los ruedos.
Muy pocas fueron las batallas
decididas por una carga de jinetes. La más importante fue sin duda Eylau
(1807). En un momento delicado para los franceses, Murat lanzó sobre la nieve
helada que iba sepultando a muertos y heridos, la que sin duda fue la mayor
carga de caballería de la historia. Cargó excepcionalmente con toda la
caballería reunida, pesada y ligera, hasta sumar 12 000 jinetes cuyo galope,
contaron los testigos, cubría el ruido del cañoneo. La batalla de Eylau fue tal
escabechina que conmocionó al propio Napoleón. De mal gusto sería citar la de
Medellín, 1809, decidida por una carga de... Lasalle. La otra gran carga de la
historia, también con mezcla de ambas caballerías, fue sin duda la de Waterloo,
mal planteada por el atolondrado Ney y parece que lanzada con bastante
confusión. Tal era el número de caballos y jinetes, muertos o heridos,
amontonados delante de las líneas inglesas que les sirvió de muralla sangrienta
detrás de la cual parapetarse.
Lassalle y su pipa ante un admirador, mi padre
No era habitual que
participasen los húsares en las cargas masivas. Su función era de
reconocimiento y exploración, hostigamiento y persecución. Solían ser hombres más
bien menudos, ágiles y audaces. Se reclutaban particularmente entre calaveras,
pendencieros y bravucones. Entre soñadores y románticos también. Como el futuro
General Marbot, que dejó tan apasionantes referencias sobre España en sus
estupendas memorias, y se alistó con 17 años. Cuenta que “...había que respetar
ciertas reglas, dar codazos a cualquiera que estuviera en el camino, arrastrar
el sable ruidosamente y colocar el chacó ladeado sobre la oreja”. Aquellos elementos eran rebeldes a la disciplina.
Mujeriegos y no precisamente feministas. “A la hussarde”, en francés se sigue
utilizando para calificar una manera particularmente brutal y expeditiva de
abordar a las mujeres. Los disculpa la época en que vivían o más bien...
morían. “Todo húsar que no está muerto a los 30 años es un cantamañanas” decía
Lasalle, el húsar prototípico. El 6 de Julio de 1809, ya ganada la batalla de
Wagram, quiso darse un capricho persiguiendo a los austriacos en retirada. Se
lanzó a una carga frívola, pipa en mano a modo de sable. Así lo muestra,
segundos antes de su muerte, una de las figurinas de plomo de mi laico altar.
Tenía treinta y cuatro años. Había sobrevivido cuatro a su tabla de valores.
"Cadenetas" contra el sable
Muchos habrán visto la
estupenda película de Ridley Scott, llamada “Los Duelistas”. Sus protagonistas
llevaban una trenza a cada lado del rostro. Nada de estética hippie. Aquellas
“cadenetas”, como se las conocía, podían parar un sablazo en la cara. Ambos
húsares están inspirados en personajes reales que estuvieron, el uno y el otro,
en España. El malo evoca a François Fournier-Sarlovèze (1773-1827) reputado
entre sus propios compañeros de armas como “El peor bicho del ejército”. Un
angelito conocido en España como “El Demonio”. El que hace el papel de “bueno”
está inspirado nada menos que en Pierre Dupont de l’Etang (1765-1840), luego
general y que capitularía en Bailén frente a Castaños.
Más importante que el propio
húsar era la calidad de su montura. Mejor un buen caballo y un palo en la mano
decían los húsares, que el mejor de los sables y la mejor esgrima a lomos de un
rocín. El caballo enérgico y diestro arrollaba la montura del adversario y
decidía el combate. Era costumbre entre los húsares desafiar algún jinete
enemigo a singular duelo. Al final de la Guerra de Independencia, los húsares
franceses evitaban cuidadosamente desafiar a sus homólogos ingleses. El motivo
era el lamentable estado de sus cabalgaduras sin posibilidades prácticas de
remonta. Lo sabía perfectamente Wellington.
"Carga" de Morsbronn
La casi totalidad de los
caballos de la “Grande Armée” murieron en Rusia, en 1812. También la mayoría de
los jinetes. El capitán Barrès era el abuelo del escritor Maurice Barrès
(1865-1923), un enamorado de España. En la batalla de Leipzig o “Batalla de las
Naciones”, del 16 al 19 de Octubre de 1813, la Europa coaligada venció por fin
al emperador. En su relato del decisivo choque, cuenta el capitán su total
desconfianza y la de sus compañeros de la infantería ante la bisoñez de la
nueva caballería y el pésimo estado de las monturas. La época áurea se
deshilachaba. La desastrosa carga de la Brigada Ligera inglesa el 25 de Octubre
de 1854, durante la Guerra de Crimea, fue un monumento al absurdo y a la
incompetencia. Por cierto, los “rosbifs” suelen callar que sólo una contracarga
de dos regimientos franceses de cazadores los libró de la total aniquilación.
Semejante o peor aberración fue el sacrificio irresponsable de dos regimientos
de coraceros el 6 de Agosto de 1870, atrapados en las calles del pueblo alsaciano de Morsbronn y cazados como
conejos por los prusianos atrincherados. Sólo hubo “carga heroica” en los
posteriores cuadros de los pintores chauvinistas. En 1914, en los días
iniciales, algún encontronazo esporádico entre patrullas de húsares franceses y de ulanos alemanes todavía mojó en sangre el sable de caballería. Ya a los pocos días la
caballería demostraría su total y definitiva incongruencia.
Hace apenas dos meses, yo
estaba sentado en una terraza de una placita del viejo Burdeos con una amiga
madrileña. En las mesas de al lado un grupo bastante ruidoso celebraba un
cumpleaños. En cierto momento uno de ellos se levantó para hacer un brindis. Mi
amiga me vio tan sorprendido y
estupefacto que me apremió a traducírselo. El chaval acababa de lanzar el viejo
brindis de los húsares: “A nuestras mujeres, a nuestros caballos y a quienes
los montan”. Mi amiga, indignada, me afeó con ibérica vehemencia mi supuesta
complacencia con lo que le parecía sórdido sexismo. Tenía seguramente razón. No
me sentí capaz de explicarle que yo no tenía la culpa de nada, que a mi edad un
húsar no puede estar vivo.
Patrulla mixta de dragones y húsares, 1914