El fútbol que se vio el miércoles en el encuentro Barcelona-Manchester City [podríamos aplicarlo a todos los partidos que se ven en el presente en la red futbolística mundial] correspondió al que se puede ver en un mero entrenamiento. Al fútbol que se puede ensayar en una pachanga. O a un partido de solteros contra casados. Definitivamente, y creo que no vale decir otra cosa, en el fútbol de hoy la utilización globalizada de la defensa en zona se ha cargado el verdadero espectáculo del deporte rey, que residía en la confrontación bizarra, leal e intensa, en el deseo de que cada equipo quisiera ganar a toda costa, con buen fútbol o con las armas que cada club dispusiera según su plantilla y sus consiguientes limitaciones. Si un equipo poseía jugadores técnicos y figuras, en sus extremos y en la zona de definición, se practicaba un juego desde atrás, sin rifar el balón, con los jugadores bien situados en el campo, donde el cuero -¡y vaya cómo era!- pasaba del líbero (del 4) al medio centro (el 6); del volante (el 8 o el 10), a su vez, al medio centro; y del volante convertido en interior al extremo (el 7 o el 11); y de éste, así de rápido, al gol; con multitud de variantes, con pausa o con velocidad, en espera o con el envío centelleante del balón al hueco, al espacio libre donde aparecía el goleador (el 9) o el jugador que sorprendía desde atrás. Todo ganado con esfuerzo y talento, sin recurrir a regalos, porque no los había. Sin existencia de espacios. Había un orden y una permanente sensación de sorpresa. Una tensión. Era un fútbol concebido al milímetro. Cuando un gol era un gol.
Pero, si un equipo sólo disponía de un nivel medio técnico en sus efectivos, había que ajustar la táctica al rival, al encuentro, a la situación que hubiera que resolver, ya fuera ejerciendo presión en el centro del campo, o interpretando cómo encerrarse delante del área para salir al contragolpe. Y, desde luego, porque eso nunca faltaba, con la pertinente vigilancia, de manera firme, sobre los jugadores contrarios más sobresalientes (para eso estaba el 2, o el 3, o el 5; o aquel jugador que se pudiera acomodar a esa labor de sacrificio necesaria). En el entrenamiento aludido del Barcelona-Manchester City, del miércoles, daba pena ver ese caminar sin sentido por el campo de tantos jugadores, situados donde les daba la gana, cada uno a lo suyo, una verdadera acumulación de futbolistas por allí donde se quería subir el balón, con muy poco nervio en las acciones, al servicio de un cierto preciosismo basado en ir pensando en hacer alguna pared o un regatillo o consumar un alarde que dejara a cualquier jugador pícaro plantado, en un mano a mano, ante el portero rival; o en todo caso, en la búsqueda de un rechace, si se paseaba ese jugador punta por donde el balón pudiera aparecer -el balón de goma- entre nubes de pantorrillas tatuadas -tapadas con medias- y fémures de andamiaje. La defensa en zona vigente aporta que una legión pacifista de jugadores campen por el terreno de juego en cansina actitud, con la que pretenderán arrimar el balón al área del amigo rival y meterle goles, que les asegura un aumento en la autoestima a los técnicos rivales, a sus aficiones, y a sus futbolistas ,que no les importa perder por 0-5 o 5-0, ya que piensan que lo ganan en talante.
La defensa en zona se ha cargado la tensión en el fútbol, y cada jugador campa según la cosa va, de ahí, esa sufriente dirección histérica desde los banquillos por los entrenadores del momento; donde su imagen se iguala a la de los capataces, hostigando a sus jugadores para que muevan su cuerpo serrano hacia el lugar adonde va el balón. Una y otra vez, se observa a los técnicos vociferar y manotear, mientras el balón va y viene, sube y baja; y sus jugadores intentan acomodar su trote al juego que desarrolla el balón de goma. En ocasiones asistimos a la aparición del tiqui-taca que consigue frenar la cosa y convertir los entrenamientos en partidos de balonmano. Una forma cualquiera de disponer la pachanga en uno de los dos medios campos, como si fuera un entrenamiento de jueves por la mañana, cuando no existía la Champions, y el fútbol se producía, a ser preferible, los domingos, a las cinco de la tarde, en ambiente de copa, faria y habano. Pero los tiempos cambian. Hay que ahorrar energías y cuidar el planeta. Nada de humos verdaderos sino todo simulación (¡esos jugadores retorciéndose por el suelo!). Nada de desgastarse tanto. Sólo cabe buscar la jugadita medio estética para que las figurillas futboleras de hoy, del deporte del balón de goma, puedan ejercitarse ante las cámaras de televisión mediante cabriolas técnicas con el tiro a la red -ya sea fuera o dentro- o para la foto con la palomita del portero. En definitiva, el fútbol actual es eso, algo previsible, un suceso sin alma, un mirar a la televisión. Cambiamos de canal y todo es igual. Un continuo entreno para Messi.
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*Pepe Campos es profesor de Cultura Española
en la Universidad de Wenzao, Kaohsiung, Taiwán