Hughes
Abc
De salida, nuevo cambio en el interior derecho. Volvía Khedira. Lo único negociable para Ancelotti es esa posición. Es la junta de la trócola del equipo. Se está dando con el míster una contradicción: lo mejor que tenía era la flexibilidad, pero entre bebecés y demás ha acabado «muriendo con sus ideas», ese 4-3-3 que algo se parece a su ideal «árbol de navidad táctico»: arriba se le colocan las estrellas.
Ancelotti ha venido a Madrid y no ha enfadado a nadie, no ha molestado a nadie. Ni al presidente, ni a los jugadores, ni a la prensa, ni a los fans de Isco. Esto es algo asombroso. Pero en realidad, todos somos muy carlettos. Es más, podría decirse que nuestro clima general es el carlettismo, el que no se enfade nadie, ¡no vaya yo a pisar un juanete! O dicho de otro modo: que a Carletto nos lo hemos ganado a pulso. Es muy nuestro.
Los valquirios del Schalke gritaban que era un horror, pero sonó el himno de la Champions y allí no se oyó nada. La megafonía del Bernabéu parecía superior a todo.
En el inicio la única novedad era un repunte de forma de Benzema. Tres apariciones en colaboración con Isco y Coentrao, que salía con ganas. Pero el Schalke pronto empezó a apoderarse del partido. Neustadter parecía Effenberg. Los alemanes se movían de banda a banda e iban por el campo como en un «Todo incluido», les faltaba la pulsera y el albornoz. Las bandas del Madrid eran una catástrofe y Barnetta y Huntelaar lo aprovechaban. Di Matteo es un entrenador con colmillito retorcido.
A esta alturas de año, uno se acuerda del Madrid al salir de la ducha y mirarse al espejo. Está fondón. Y se observa que incluso con un 2-0 a favor el equipo no corre, como si hubiera olvidado su antigua naturaleza. Un avance de Meyer en el 17' despertó los primeros pitidos; sonaban aún como delicados estorninos. Pero al poco, otro avance alemán de banda a banda fue rematado por el lateral Fuchs, con poca suerte de Casillas, blando (también) de puños.
A partir de ahí se vivió en el Bernabéu un momento raro, lleno de intenso madridismo histórico. Amenzaban el síndrome Odense y el síndrome Queiroz. Los estorninos acabaron siendo Los Pájaros de Hitchcock, pero Ancelotti los miraba con menos determinación que Tippi Hedren. El Schalke por momentos parecía el Ajax de Van Gaal.
Lo que se sentía en ese momento en el Bernabéu lo saben los que estuvieron, pero será un instante clave en la temporada. Lo que haya de hacerse, por míster o por directiva, hágase ya, porque ese equipo, en ese instante, estuvo muerto. Ni los bajones de azúcar televisados de Belén Esteban. Daban ganas de buscar un médico entre el público.
De esa situación salió el Madrid por Cristiano. Remató un córner encarando chuleta y driblador al defensor. Un golazo celebrado con rabia y arranques personales de presión que reactivaron al equipo como el encefalograma del moribundo en las pelis cuando recibe la visita de quien le provocó esa situación. Lo más orgulloso del premuerto quería reaccionar. El público lo agradeció. No se trataba ya de ver fútbol, sino de notar carácter. Y se selló un nuevo pacto: por poco que hagáis será aplaudido. El miedo pasado hizo que un chut inane de Bale que en otro tiempo sería pitado fuera aplaudido con obediencia.
Pero los alemanes seguían a lo suyo. Hubo dos desastres consecutivos en defensa y media: una cesión de Varane a Casillas y un chut de Huntelaar al larguero. «¡Esto ya pasa de castaño oscuro!», protestó alguien. Y efectivamente, un desastre mutuo de Varane y Casillas permitió el segundo de Huntelaar.
Afortunadamente para el Madrid, no dio tiempo a que el miedo pudiera provocar sus acostumbrados efectos fisiológicos. Cristiano volvió a acudir al rescate rematando un gran pase de Coentrao. El portugués había librado al Madrid de un ridículo histórico.
Con la eliminatoria decidida, podía esperarse una segunda parte de fútbol cosmético, pero ni eso. Benzema marcó en el 51', pero el Schalke siguió desvelando la anemia madridista. Sané marcó el 3-3 a placer porque el centro del campo del Madrid, sencillamente, no existe.
Entró Modric y se le aplaudió como a un milagro populista, como si él solo pudiera arreglar la situación. Kroos lo miró entrar como el niño chino miraba a Indiana Jones cuando aparecía moviendo el látigo. Pero no se le ven espaldas tan anchas el croata. Volvió a marcar el Schalke y el público ya no supo si pedir la hora, pedir cabezas o cantar con los del Schalke.
La pitada que se llevó el Madrid fue extraordinaria. Cómo sería que ni el himno de las mocitas a todo volumen pudo con ella.