Calle agallardonada
Pepe Campos*
En Madrid se ha impuesto el salvajismo sobre pedales. Primero lo apoyó Gallardón (cuyo modelo de ciudad fue Saigón), después lo confeccionó Botella (más misionera, más fina, eligió como referente Kaohsiung). El resultado, atroz, ha sido darle suelta al mandrileñismo sobre la bici, así, consistente en ver y padecer por las aceras de la ciudad a ancianos, a tíos hechos y derechos, a jóvenes y a niños pedalear en bicicleta, a ser posible, de diseño, sudando, esforzándose por acaparar espacio para quitárselo al peatón, al ciudadano, un ser despreciable para estos ciclistas hispano-mandrileños de acera, posiblemente porque a ese paseante y ciudadano se le considera no partícipe del cambio social que se piensa que se fragua. La alteridad vista por Gallardón y Botella, que en versión Aguirre puede llegar a ser sin manos y sin pies. Un estado de sublevación, de revancha, de borreguismo, que demuestra que el ser humano no vale para mucho, a no ser que se le dicte. Al dictado.
El salvajismo mandrileño no empezó ahí ni acabará con este fenómeno ciclista borreguil, no comenzó sólo con eso. Ahí estaban, y permanecen, el grafiti y el orín humano, bien regados a la vista de todos, a placer. La cultura de lo cutre certificada en sus calles peatonales, intransitables para aquellos que no orinan en sus paramentos ni van arrollando por la vida, para quienes no pintan nada en esa mugre de los sentidos, visual, sonora, fétida, casi gustativa, pisada. Porque, tal vez, el quid consista en eso, en pisar, en sentir que se pisa, como si fuera un trampolín que acomodara una ideología de tabla rasa, aniquiladora de toda memoria de gusto, de cultura, de belleza. De lo que en el mundo se había construido. La civilización. Un concepto a eliminar por sus concomitancias con la idea de superioridad. Para situar en su lugar la educación vacua, la educación salvaje. Un camino-circuito, educativo-ideológico, al que la bici se adapta, conduce, arrolla y elimina al oponente. Progreso hacia el salvajismo.
El salvajismo mandrileño se postula como adalid de lo contemporáneo, de la globalidad, del chancleteo espiritual en boga. La vuelta a la tribu, al salvajismo. Por eso: el pinrel al aire. Es el símbolo. Ese pinrel con uñas en el pedal. Esas uñas afirmadas mientras se riega el paramento de la ciudad. Esas uñas que recogen en son de paz la mano uñera del compañero y de la compañera tras el riego, antes de salir pisando por el firme, en afirmación de una manera de vivir. Un pedaleo constante por las aceras apartando ciudadanos y paseantes. Para que no exista el recreo. Esa es la clave, entrar en una economía de movimiento, de muchedumbres, de generalidad. Una economía que pide paso, tocando el timbre en las aceras al hombre que pasea, que trabaja, que paga impuestos, para que se aparte. Para que no tenga asueto. No pueda pensar. No moleste. A ello, los esbirros del salvajismo ciclofascista mandrileño. En la escapada buena, los de la generación mejor preparada de la historia.
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*Pepe Campos es profesor de Cultura Española
en la Universidad de Wenzao, Kaohsiung, Taiwán
Mejor que la bici
Pasillo para peatones y bicis
Falta el humano
Monumento al pinrel
Pinreles manzaneros
Pinreles camineros
Pinreles enamorados
Para pisar
Cascos para peatones
Botellón
En busca de Pepe Luis Vázquez
Ella, él y yo
Pobre y pobre
Escapado
Tonta ella, tonto él
La crisis
La bicicleta de Muñoz Molina
La silla de Morante
Un culé