Ignacio Ruiz Quintano
Abc Cultural
Los taoístas del Rastro madrileño sostienen que Vega es una estrella preciosa, pero con la señorita Vega, vicepresidenta del Gobierno, le pasa a uno como a Fernández Flórez, que nunca tenía ensayada la delicadeza con que es preciso pintar el discurso político de una señorita para colocarlo en el campo del análisis. “Es verdad que no conocemos nunca a la mujer –decía–. Pero hay algo que aproxima a esas dos mitades –mujer y hombre– hasta confundir sus caracteres: el mando. En los regímenes de matriarcado, las mujeres incurren en la poliandria y relegan al otro sexo a las mismas labores que ellas realizan bajo el patriarcado. La capacidad de ordenar hace iguales las almas.”
Simone de Beauvoir se sintió mujer, o eso dijo ella, el día en que se encontró un cigarrón en su jardín: lo apretó en su mano y se negó a decir lo que guardaba. ¡Tenía algo para ella sola! El cigarrón de la señorita Vega es el mando: esa capacidad suya para ordenar, por ejemplo, una cena sólo para tías, pero con el dinero de los tíos. “No me gusta ser icono gay”, ha protestado Fabio Cannavaro, un central italiano del porte de Pablo Alfaro, el icono lírico de Bosé. A uno tampoco le gusta pagarle los frutos secos a la señorita Vega, pero da lo mismo.
–Este movimiento es de hombres –explicaba el general Primo de Rivera en su glorioso manifiesto–: el que no sienta la masculinidad completamente caracterizada, que espere en un rincón sin perturbar los días buenos que para España pretendemos.
La única diferencia entre el general Primo y la señorita Vega es que, donde el general veía “tiorros”, la señorita Vega ve “tiorras”, que para eso tiene ella un cigarrón entre manos. El cigarrón le da derecho a cerrar el palacio de El Pardo como si fuera el bar “El Avión” y mondar las pipas del muermo con Jara, Sosa y Prada.
En El Pardo, Franco se mondaba de risa con un censor que tenía en Zaragoza que era coronel y que en cuestiones políticas dejaba pasar de todo, pero que siempre borraba los adjetivos “bella”, “esbelta” y “preciosa” que los cronistas de sociedad prodigaban a las mañicas, y era porque el censor tenía tres hijas feísimas y solteras, y con el lápiz rojo trataba de eliminar la competencia.
–Usted se pasó la vida haciendo como que perdía los estribos, sencillamente porque no se atrevía a montar a caballo –le dijo un día Ruano a Ramón–. Yo tuve en alguna ocasión veinte mujeres a la vez, porque me daba miedo quedarme con una. Es lo mismo.

