Pepe Campos
De un tiempo a esta parte aquellos que saben poco de fútbol se dedican a hablar constantemente sobre el Balón de Oro, ese premio que nació en 1956 y que se entregó por primera vez a un futbolista veterano llamado Stanley Matthews, como reconocimiento a toda su carrera. El criterio por el que se concedía este premio al principio era el de elegir, cada año, al mejor jugador del fútbol europeo, del cuál quedaban excluidos los futbolistas que jugaban en América (por ejemplo, en secuencia, Garrincha, Pelé, Rivelino, Tostao, Zico —jugó en Asia y en Europa— o Sócrates, y otros), e incluso a los que jugaron en el viejo continente pero que no tenían nacionalidad europea (digamos, principalmente, Maradona). Hubo años en los que el ganador de un Balón de Oro no podía entrar en la elección del año siguiente (Alfredo Di Stéfano en 1958). Existieron futbolistas únicos que cumplían con todas las condiciones para ser elegidos pero nunca lo recibieron, creo que el caso más claro fue Ferenc Puskas (Balón de Plata en 1960). Podríamos citar también a Ladislao Kubala. Y por qué no decirlo, al mejor futbolista español de los primeros tiempos gloriosos del premio, Francisco Gento (estamos hablando de seis Copas de Europa jugando todas las finales como titular del Real Madrid, disputando todos los minutos de esos partidos y marcando goles), no entró nunca en el elenco de posibles ganadores.
Quiere decirse que un premio que nació para destacar a los mejores, ya desde el comienzo y a lo largo de los años, eludía hacerlo, porque se supone que un año elegía al mejor y con evidente presencia en partidos significativos; y otro año se daba a jugadores prestigiosos elevándoles por encima de otros candidatos con menor renombre pero con mayor mérito en la competición más acreditada de ese año. El año más polémico fue 2010. Y esa tendencia ha ido a más y de manera diabólica ya avanzado el siglo XXI —en cierto momento, valía más una competición, y a continuación, lo era otra—. Si bien antes de aludir o acercarnos a un análisis de esta escalada aleatoria de los valores y de los criterios para dar este galardón, tan célebre y tan dañino, sería bueno hablar sobre futbolistas fantásticos que estuvieron al margen de esta distinción en la que los intereses económicos y los poderes fácticos del fútbol han ido introduciéndose para llegar a esta errática tendencia donde no se sabe por qué se elige al ganador. Ya hemos citado más arriba a algunos de estos jugadores. Y de aquella primera etapa clásica del fútbol de los años sesenta y primeros setenta llama la atención que jugadores de la categoría de Bobby Moore, Sandro Mazzola, Jimmy Johnstone o Amancio, no recibieran el Balón de Oro; aunque aquellos fueron tiempos en los que el premio estuvo muy repartido y no se pueden señalar elecciones finales caprichosas a priori.
Entrados los años setenta y en los ochenta tenemos a futbolistas como Kenny Dalglish que no tuvieron este premio, ni Paul Breitner, ni Günter Netzer; más adelante se echa en falta entre los galardonados a Ian Rush; en plenos ochenta, a Bernd Schuster, y por esos tiempos, tanto a Zbgniew Boniek, como a Alain Giresse, Jean Tigana o Alesandr Zavarov, que perfectamente pudieron ser Balones de Oro. Ya en los noventa no lo obtuvieron ni Georghe Hagi, ni Dennis Bergkamp, tampoco Michael Laudrup. Y si nos vamos a comienzos del siglo XXI, no se lo dieron ni a Raúl, ni a Alessandro Del Piero. La cuestión como apuntábamos anteriormente se devasta con el premio de 2010, para comenzar una escalada de ensalzar a dos futbolistas —no decimos que no fueran en su momento dos grandes jugadores— por encima de los demás. Todos sabemos quiénes son estos dos jugadores. Su excesiva estimación por parte del mundo de fútbol ha llevado a este premio a un callejón sin salida, como se encuentra en estos instantes. Pensemos que futbolistas como Andrés Iniesta, Xavi Hernández o Iker Casillas, no han sido debidamente valorados. En la misma terna situamos a Franck Ribéry —el único que ha tenido el valor de protestar y levantar la voz—, y en cercanía a estos años Mohameh Salah y a Robert Lewandowski; el último caso no deja de ser, por reciente, el de Vinicius Junior —ya aquí, con polémica y desplante incluido—. A todas luces los trece balones de oro acumulados por Cristiano Ronaldo y Lionel Messi han sido excesivos y han tenido consecuencias. Sin tener que mencionar tanta parafernalia con eso de ser «los mejores jugadores de la historia», con un uso anacrónico, como si el fútbol hubiera comenzado ayer mismo.
Estos dos jugadores, sobre todo en el caso de Messi, han fabricado a su alrededor un periodismo afín, militante, correligionario, pesebrero y ditirámbico, que ensalza a sus jugadores preferidos y ataca a los que no entran dentro de su visión paradigmática, que no sabemos si es la de poseer glamour o simplemente poder, tal vez, económico, con ramificaciones sociales. Aunque este tipo de periodismo no siempre puede mantener una opinión sesgada. Tenemos el caso de Toni Kroos, un jugador con títulos y juego, matemática pura en el terreno de juego —noventa y cuatro por ciento de aciertos en los pases, ya fuesen cortos, medios o largos, analizando toda su carrer— y que nunca se acercó a los primeros puestos —a la hora de las votaciones— de este galardón que estamos comentando. Pues bien, los defensores de Cristiano y Messi no dejan de hablar como jugador estratosférico al definir la figura de Kroos. Una contradicción superlativa. ¿Si tanto vale el Balón de Oro, por qué se ningunea a ciertos jugadores excelentes? Estamos en esa lucha de los intereses futbolísticos, donde es sintomático que la prensa deportiva dedique ingente información a la carrera final decadente de Ronaldo y de Messi. Digamos, en el As y en el Marca, por ejemplo. En definitiva, si volvemos al tema principal, se podía haber repartido mejor, durante los últimos tres lustros, la recompensa que mide este premio. Históricamente los porteros, los defensas, los medios centros, incluso los extremos puros no han sido los jugadores retribuidos. Se ha recompensado al que se considera seña o emblema de un equipo ocultando los valores de lo es un deporte de grupo, donde unos trabajan y corren más que otros, donde algunos tapan los defectos de los que tienen más popularidad. Si bien las popularidades se pueden crear por medio de la propaganda, el marketing y el periodismo estabulado.
Estamos disfrutando de una paz veraniega futbolística tras el Mundial de Clubes que ha ganado un equipo de estrategia y de despliegue físico. Algo que viene bien para refrescar las mentes y darnos cuenta que eso de correr y la velocidad son importantes en el fútbol. Ya lo decía Di Stéfano, la velocidad y el juego coordinado entre todos los jugadores del once. Pero el fútbol ha cambiado mucho, debido al uso de las tarjetas por parte de los árbitros, a la intervención del VAR, y, creo, que, sobre todo, a un mínimo de cinco cambios por formación que la norma actual ha impuesto. Y esperemos que no se patente también esto del parón del partido para refrigerarse —todo ello suena a ganancia publicitaria televisiva—. Así ¿cómo se puede comparar el fútbol del ayer con el de hoy? Algo que suele hacerse para imponer nuevos y ultimísimos fenómenos futbolísticos. Lo decimos por ese constante nuevo «mejor jugador de todos los tiempos» que nos va a tocar padecer durante otras dos décadas. Nos referimos a la recién llegada nueva estrella del Barcelona. Un equipo que sabe escribir relatos por ser más que un club, como su lema dice. Se nos avecinan doce o trece años de Balones de Oro para Lamine Yamal, sea porque da taconcitos en el campo, porque baila al celebrar los goles, al ser una persona alegre, o por decir o hacer lo que le dé la gana porque es un chico que no tiene mala intención. Ha llegado el final de Ronaldo y de Messi. Pero recordemos —ante tanta patraña y tabarra— que de elegirse, desde su inicios, el Balón de Oro según los parámetros actuales, éste hubiera pasado, sin más viraje, de Alfredo Di Stefano a Luis Suárez, de este a Beckenbauer, luego a Cruyff, después a Platini, para terminar en Zidane. Pero esto no fue así, como todos sabemos. Ni debe serlo. Limitar a tres premios como máximo para una trayectoria, es decir, para un jugador, sería algo sano. Mientras, se nos quiere imponer algo, que no es, un dato que demuestra que vivimos en tiempos de pompa, necesidad y decadencia.


