Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Las grandes constructoras de España (¡lo Público!, en el lelilí marxista de la mamandurria nacional) proponen peajes de tres céntimos por kilómetro de autovía, socaliña inconstitucional según la Constitución, mas no, llegado el caso, para el Tribunal Constitucional, ese poder constitucionario (un poder constituido que se atribuye potencias constituyentes) pensado como guante Varadé de nuestro Estado de Derecho, pleonasmo por el que todos nuestros liberalios dicen estar dispuestos a entregar sus vidas.
El Derecho, por definición, viene a decir no, pero el Estado de Derecho, que no es otra cosa que el Derecho del Estado, viene a decir sí a todo lo que el Derecho de la Nación venía a decir no, con lo cual ya podemos dar por constitucional y concedido el peaje de los tres céntimos para el españolejo contribuyente, verdadero cabestro del Régimen, que ha vendido su sustancia para quedarse con su sombra.
–¡Buenas tardes José Luis! ¡A los efectos que procedan, en la segunda quincena de septiembre se notificará la sentencia absolviendo a Trapero! ¡Mientras tanto no puede ser público! ¡Fuerte abrazo y descansa! –reza el “guasá” a un ministro que la prensa publica de un presidente de la Audiencia Nacional, tribunal especial (decían que prohibidos por la Constitución) que se ocupó de los ex golpistas catalanes del 17: es lo que nuestros liberalios llaman separación de poderes, es decir, la “unidad de poder y separación coordinada de funciones” con que Franco definía el franquismo, razón por la cual no ha habido ningún escándalo, como tampoco lo hubo en el 86, cuando Manuel García Pelayo decidió con su voto de calidad como presidente del TC gonzalesco la suerte jurídica de Rumasa.
García-Pelayo frecuentó a Carl Schmitt, a quien visitó una vez en Berlín, donde el creador de la ciencia constitucional le obsequió un libro sobre Scharnhorst (mítico jemad prusiano) dedicado con un aforismo de Jünger: “Nadie muere antes de cumplir su misión, pero hay quien la sobrevive”.
El 86 supuso la consolidación institucional del 78. En tal año, García Pelayo sobrevivió a su misión, publicó su último libro (“El Estado de Partidos”, una descripción del Régimen) y se permitió un último “autoexilio” en Venezuela, donde moriría de melancolía. Apenas una década antes, allí lo había encontrado, en visita al presidente Carlos Andrés Pérez, el Rey emérito; el jurista dirigía en Caracas el Instituto de Estudios Políticos, y aconsejó a la delegación española que no se molestaran en hacer una Constitución, pues la época de las Constituciones había pasado. Y no la hubo, pues la única justificación de una Constitución es la división y separación de los poderes estatales para que ninguno sea soberano. En su lugar, un director teatral y un ingeniero agrónomo consensuaron una carta otorgada a un pueblo que en ningún caso instituyó al soberano, por lo que no es pueblo, y debe, por tanto, abonar ahora los tres céntimos por kilómetros de autovía.
[Martes, 8 de Julio]

