Nadie ha explicado la Monarquía a los paletos mejor que Richard Harris en "Sin perdón"
Jorge Bustos
Una vez quise entrevistar a Iñaki Anasagasti y me citó
en su despacho del Senado, desde el cual continúa luchando contra la
opresión borbónica con un arrojo insensato, teniendo en cuenta lo cerca
que quedan el Palacio Real y las afiladas alabardas de sus custodios
impasibles en las garitas.
—A mí el Borbón tiene que oírme todas las Navidades
cuando me invita a la copa anual en palacio —se ahuecaba el aranista,
desafiando al piloto en rojo de la grabadora bajo el ensortijamiento
mínimo y bisagra de su cabello, fusta canosa de reyes.
Yo creo que la obsesión borbónica de Anasagasti guarda la simetría inversa de una frustración monárquica de fondo, porque don Iñaki quisiera ser el rey de los vascones y ser porteado a través de los verdes montes de Euskadi sobre un escudo como Abraracúrcix.
Así que estos días pasilleará por el Senado lleno de orgullo y
satisfacción, asegurando a quien le quiera oír la inminencia de la
abdicación y quién sabe si de la república, lo que él atribuiría a su
esfuerzo personal, a un pulso ganado por el RH vasco a la sangre azul
borbona.
Lo que ocurre es que hasta hace poco el antimonarquismo del senador
de la bisagra capilar era tomado por desvarío de friki, mientras que hoy
su diatriba parece haberse vuelto mayoritaria en España, a tenor de las
tertulias en los medios y de las conversaciones en los bares, por donde
ya hasta los niños de derechas van postureando su republicanismo,
ufanos de asirse a un concepto que les aporte algo de lustre indie –algo
como entregarse a la transgresión desorejada de salir sin mocasines un
viernes, en plan desafío al Estado–, por mucho que alguno de sus
parientes haya tirado a perdices con Don Juan Carlos.
Uno no era demasiado monárquico ni cuando comenzó a cubrir la Copa del
Rey de Vela sobre la luminosa bahía de Palma, en cuyo club náutico nunca
faltan a los reporteros latas de Mahou ni cápsulas de Nespresso. El
verano pasado se me ocurrió deslizar un parangón republicano a cuenta
del Titanic y el barco del Príncipe que disgustó a Alberto Aza, pero este año, si voy, ya no lo haré más porque la sucesión de infortunios –entre Shakespeare y Berlanga–
que van acorralando a la Familia Real está reavivando los rescoldos de
mi monarquismo primero. En el último mensaje de Navidad, con la justicia
arreciando sobre el balonmanista –que ahí lleva su penitencia la
dinastía, por transigir con casorios por amor, que eso es una
ordinariez–, yo ya creí ver a Gary Cooper recolocándose la estrella de sheriff que el pueblo se empeña en dar a la fundición.
Ahora parece que si no te ríes de Froilán o no distribuyes por Facebook fotos ingeniosas contra Urdangarín o Marichalar –y
estos dos no me dan pena ninguna– estás completamente fuera de onda,
como si la monarquía no fuera precisamente algo insubordinado a las
modas por definición.
No vamos a rasgarnos las vestiduras ahora ante la prodigiosa
capacidad nacional para la ironía negra y revanchista, para la chirigota
del poderoso que todos hemos practicado o no seríamos españoles. Pero
ahora que hay venia antimonárquica generalizada y gratis –porque si los
ataques costaran algo, aquí no quedaba un republicano–, no nos da la
gana de aplaudir en ese circo. Nos gustaría parecernos algo a Ruano, que fue republicano cuando Alfonso XIII invitaba
a los periodistas al tiro de pichón y se hizo monárquico al poco de
declararse la II República, con las mofas antiborbónicas convertidas en
salvoconducto social.
A mí que un Monarca cace elefantes con 74 años y que un Infante
sufra un accidente manipulando escopetas me parece algo perfectamente
pertinente e inserto en el centro mismo de los cánones eternos de la
Corona. Yo lo que no quiero es un Rey que se rompa la cadera reparando
con las manos desnudas el calentador del baño de la Zarzuela. Pero esto
es lo que parece que desean los españoles biliosos, aprovechando el
Pisuerga más caudaloso del lugarcomunismo reciente que empieza (y acaba)
así: “Con la que está cayendo...”. De los reproches oportunistas de Cayo –campanudo, arremetiendo contra el árbol– y de Alfredo –sibilino, recogiendo a escondidas las nueces– ni hablo.
Lo mismo nos repugna el monarquismo meramente folclórico del
periodismo rosa, que es sólo esnobismo paleto hambreando el canapé de
caviar. No, no: yo quiero una Monarquía inexpugnablemente rancia, que
vaya a misas con coros de Haendel y a cazar los
proboscídeos más grandes que pueda. Para languidecer en acercamientos
populacheros que busquen hacerse perdonar la línea sucesoria –esas
apologetas confidentes de Doña Sofía que encarecen sus vuelos en clase turista–, prefiero la República pero ya.
En La Gaceta