Scarlett Johansson
Jorge Bustos
En un libro de madridismo niño y eterno que va a publicar en breve y que sería una estupidez no comprar, dice Jabois que
su vocación profesional, de no haber escrito, sería propiamente la de
chico de los recados. Ir de aquí para allá comprando el pan, trayendo la
prensa, echando la quiniela y parándose en el ínterin –como un
funcionario con el café– a jugar al guá con el resto de chicos de los
recados del pueblo. Es una vida maravillosa y útil esa, y uno, aunque
escriba, prueba de vez en cuando a encarnarla por mi barrio de Las
Cortes a ver si me cruzo con un par de ministros, que en el fondo no
deberían ser otra cosa que chicos de los recados que en vez de echar la
quiniela echan los Presupuestos Generales del Estado.
Así que ayer
salí de casa dispuesto a hacer todos los recados que se me pusieran por
delante. No había caminado una manzana cuando vi un Marco Aldany y, sin
miramientos, me metí dentro a explorar el lado silvestre de la vida.
Uno es de decisiones tajantes, qué se le va a hacer. Vi la oportunidad y
entré, y por supuesto me cortaron el pelo. Me lo cortó una diva de
reality con un aire a Scarlett Johansson, y yo tengo dicho en Twitter que la Johansson está sobrevalorada, pero nada dije acerca de rechazar sus sedosos masajes sobre mi confiada nuca, llegado el caso. Mi Johansson de
polígono me pinzaba dulcemente las greñas rubias con el corazón y el
índice, y con la otra mano empuñaba unas tijeras frenéticas, de una
voracidad metálica y crepitante, que iban acuchillándome paralelamente
las puntas de la melena, raseándome la chola como si fuera el césped de
La Masía. (Yo recordaba la greguería de Ramón: “A un
calvo le sirve un peine para hacerse cosquillas paralelas”). Aquel
tableteo de sus yemas me mantenía despierto, me ahorraba la cafeína
estigmatizada por Beteta.
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