Iván Fandiño y David Mora
José Ramón Márquez
I La Plaza
A la plaza le gusta lo que le gusta, y ahí sí que no se puede hacer nada. A la Plaza le gustan los silencios, los barbillazos, las verónicas de brazos mecidos. A la Plaza ni le gustan los toros, ni le gustan los toreros que no paren el tiempo, ¡qué se le va a hacer! Es cierto que esta plaza era normal cuando allí torearon Cúchares, El Gordo, Lagartijo el Grande, El Espartero o Gallito. En algún momento de la vida se torcieron las cosas y luego llegó, además, el señor Curro a darle la puntilla, nefasto influjo constatable por la cantidad de público que porta, como un escapulario incomprensible, un ramito de romero.
A la plaza le gusta lo que le gusta, y ahí sí que no se puede hacer nada. A la Plaza le gustan los silencios, los barbillazos, las verónicas de brazos mecidos. A la Plaza ni le gustan los toros, ni le gustan los toreros que no paren el tiempo, ¡qué se le va a hacer! Es cierto que esta plaza era normal cuando allí torearon Cúchares, El Gordo, Lagartijo el Grande, El Espartero o Gallito. En algún momento de la vida se torcieron las cosas y luego llegó, además, el señor Curro a darle la puntilla, nefasto influjo constatable por la cantidad de público que porta, como un escapulario incomprensible, un ramito de romero.
La verdad es que la Plaza de Sevilla, hoy en día, es un monstruo creado por Curro Romero sobre los cuatro pilares de la sabiduría sevillí: la verónica mecida, el silencio, la estética sin ton ni son y el toro que importa un huevo. Lo que se salga de eso, poco vuelo tiene. A Miura se le aguanta porque, se quiera o no, son de la tierra y son señores, acaso los últimos señores que ya quedan en el campo bravo. Seguro que si los Miura fuesen de La Fuente de San Esteban, en Sevilla ni les miraban a los ojos. Victorino no llena porque para ellos es menos que nada; baste con mirar el palco de los maestrantes tan vacío para comprobar el nulo interés que suscita el paleto de Galapagar a los portadores de los apellidos exquisitos y de los rancios marquesados, a los ganaderos de ‘eliminando lo anterior’.
Cliquear para la guasa de los toros rechazados
II. Los veterinarios
La ciencia veterinaria, a favor de la obra antes descrita, halaga las más viles pasiones de su Plaza rechazando dos toros de Victorino por ‘falta de conformación zoomórfica’. Los mismos desahogados que aprobaron la corrida tan zoomórfica de cochinos de recría de Victoriano del Río, los mismos que aprobaron la herrumbre zoomórfica de Jandilla, se ponen exquisitos con los de la A y la corona.
La ciencia veterinaria, a favor de la obra antes descrita, halaga las más viles pasiones de su Plaza rechazando dos toros de Victorino por ‘falta de conformación zoomórfica’. Los mismos desahogados que aprobaron la corrida tan zoomórfica de cochinos de recría de Victoriano del Río, los mismos que aprobaron la herrumbre zoomórfica de Jandilla, se ponen exquisitos con los de la A y la corona.
Aplicando para su análisis un embudo tan minúsculo en un extremo como desmesurado en el otro, decidieron quitar dos toros por zoomórficos, cuando podían haberse lucido mandando al Averno los seis del domingo de Resurrección por amorfos. Luego, además, la crítica exquisita subraya las desigualdades de los toros, que si estrecho por detrás, que si mucho volumen… ¡qué se yo!, para no decir la única verdad: que en las huecas miradas de los seis estaba pintado el horror al que jamás se han enfrentado muchos de los que se cantan en esta Plaza como toreros de época.
Rompan filas
III El público
La Plaza es como los que se sientan en sus asientos, y la mayoría de ellos buscan el perdido ideal proustiano que representa el ramito que portan en las solapas. Flaco favor le hacen al Faraón, dejando que la más perniciosa visión del gran torero de Camas se haya enseñoreado de la Plaza, pero ellos buscan su ilusión, su paraíso perdido. Cuando Iván Fandiño le echa el capote al suelo a sus dos toros y doblándose con ellos, pura torería eterna, andando hacia atrás, ahormando la cabeza de los bichos para rematar en el platillo con la media verónica que deja clavado al toro, no es eso lo que la mayoría busca, acaso ni estén preparados para verlo, y las palmas para tamaña obra de torería brotan tibias y cicateras.
La Plaza es como los que se sientan en sus asientos, y la mayoría de ellos buscan el perdido ideal proustiano que representa el ramito que portan en las solapas. Flaco favor le hacen al Faraón, dejando que la más perniciosa visión del gran torero de Camas se haya enseñoreado de la Plaza, pero ellos buscan su ilusión, su paraíso perdido. Cuando Iván Fandiño le echa el capote al suelo a sus dos toros y doblándose con ellos, pura torería eterna, andando hacia atrás, ahormando la cabeza de los bichos para rematar en el platillo con la media verónica que deja clavado al toro, no es eso lo que la mayoría busca, acaso ni estén preparados para verlo, y las palmas para tamaña obra de torería brotan tibias y cicateras.
Cuando, poniendo el toro al caballo, Fandiño se cambia el capote por detrás para dejar al animal en suerte, todo majeza antigua, como podía haberlo hecho El Tato, el público anestesiado por la peste de los ramitos de las solapas ni se entera, o cierran los ojos para repetir la manida jaculatoria “Creo en la verónica, único lance que admito, de manos bajas y cintura cimbreante… etc.” Sólo la inapelable verdad de la vieja suerte de frente por detrás, gaonera para este siglo nuestro, saca a muchos del sopor o de la indiferencia, pues para muchos espectadores, en esta Plaza, es una novedad el que el torero se cruce al toro e invada el camino natural de la embestida forzando el pase, ceñidísimo y viril, que remata airosamente con la revolera festiva.
El primer victorino
IV El torero
El toro sale y remata al burladero con un golpe seco: ¡Chas!, y luego, una vez que le citan corre hacia otro y hace lo mismo. El toro mete miedo. Su presencia mete miedo, pero la incertidumbre que plantea, aún más. Fandiño se cambia la muleta a la izquierda y el animal se echa hacia él como un león, a arrancarle la cabeza de cuajo. A este le había recibido por verónicas, pensando en lo canónico, para halagar a esta Plaza a la que Fandiño nada le importa.
El toro sale y remata al burladero con un golpe seco: ¡Chas!, y luego, una vez que le citan corre hacia otro y hace lo mismo. El toro mete miedo. Su presencia mete miedo, pero la incertidumbre que plantea, aún más. Fandiño se cambia la muleta a la izquierda y el animal se echa hacia él como un león, a arrancarle la cabeza de cuajo. A este le había recibido por verónicas, pensando en lo canónico, para halagar a esta Plaza a la que Fandiño nada le importa.
A partir de ahí, el torero se da cuenta de que hay que cambiar el registro, que aquí no vale ponerse bonito, porque aquí la única belleza que cabe es poder al animal. En su segundo nace el toreo grande, el de poder. Antes lo había picado excelentemente Pepe Aguado y lo había bregado Jarocho con solvencia. Fandiño se encaja frente al toro para hacer valer frente a él la firmeza del pase regular, para mostrar su firme voluntad de aguantar, su inteligencia para ver la faena y, después, para rematarla con la estocada.
Gran faena para otra Plaza, faena apenas entendida en esta Sevilla ansiosa de relojes parados, de trovadores y de bronces. Todo el rigor de la Reforma en la limpieza descarnada del toreo sin concesiones, uno y trino: parar, templar, mandar. Luego, la faena de su tercero, más de Contrarreforma, más jesuítica, la organiza sobre el toreo en redondo, cimentándola muy bien en las distancias y rematándola con otro espadazo, aunque a esas horas la gran obra de la tarde ya estaba hecha.
Fandiño
V Los toros.
Los que merecieron el nihil obstat del sanedrín veterinario, los que tenían zoomorfía como para pasar la Reválida del Baratillo, tuvieron todo lo que se puede esperar de Victorino, desde las peores intenciones hasta la bondad extrema. En general los animales demostraron tener memoria y por ello demandaban que se les hiciesen las cosas bien. Se puede decir que fue una corrida de gran seriedad para la Plaza de Sevilla, acostumbrada a la diaria contemplación de tantos toros bobos, porcinos, cabrunos o lanares, que no hizo en general una buena pelea en varas, adoleciendo de falta de fuerzas en general.
Los que merecieron el nihil obstat del sanedrín veterinario, los que tenían zoomorfía como para pasar la Reválida del Baratillo, tuvieron todo lo que se puede esperar de Victorino, desde las peores intenciones hasta la bondad extrema. En general los animales demostraron tener memoria y por ello demandaban que se les hiciesen las cosas bien. Se puede decir que fue una corrida de gran seriedad para la Plaza de Sevilla, acostumbrada a la diaria contemplación de tantos toros bobos, porcinos, cabrunos o lanares, que no hizo en general una buena pelea en varas, adoleciendo de falta de fuerzas en general.
Fue una gran tarde de toros.
Mora
Fandiño
Punto en boca victorina
a la hora de la muerte
Suerte de varas
Lo más desdibujado de la tarde
Su Majestad el Terror
De eso huye el G-10
Oreja de ley
Mora
Fandiño
Vuelta (que fueron dos)
Débil con los fuertes,
fuerte con los débiles
¡Y la importancia que se da!
¡Y la importancia que se da!
Fandiño
Mora