martes, 10 de abril de 2012

El lugarcomunismo rosado

Lugar común en Compostela

Jorge Bustos

Hubo un escritor español que murió en Torrelodones –lugar donde uno se crió hasta que llegó a hacerse un hombrecito– y dejó para la posteridad solamente una frase. Hay autores que legan un poema y otros una subdivisón entera de la editorial Cátedra, pero lo importante es dejar algo. Ricardo León dejó nada más que una frase, que además ni siquiera es un aforismo restallante de forma ni original de concepto, pero sí resulta extraordinariamente preciso, con una justeza de mármol:

El lugar común es el dogma del necio.

Y en esas anda nuestra cacareada sociedad de la información, que no es más que la oficialización de una conjura de necios rindiendo culto al puto tópico. Dinamitar lugares comunes a mí se me antoja, junto con fundar Zara o ganar la Décima, la más benemérita empresa a la que puede consagrar su vida un ser humano. Los lugares comunes son precipitados de cal meningítica que se van depositando sobre la opinión pública como el óxido en el filtro de aluminio de una cafetera, de tal manera que al cabo de los años, al cumplir con el civilizado ritual matutino que vincula el desayuno a una taza humeante y a un periódico, una persona inocente puede encontrarse ingiriendo virutas de tétanos en lugar de granos molidos de Saimaza y groseros lugares comunes en vez de observaciones sensibles tomadas directamente de la realidad.

El lugarcomunismo campa en los medios más o menos desde la redacción del Cantar de los Cantares y afecta a todas las áreas, géneros y secciones. En la política actual, por ejemplo, la epidemia lugarcomunista triunfa sobre el pensamiento individual con tal escabechina que nos obliga a considerar la idea propia como Freud consideraba la salud: una etapa transitoria de la enfermedad.
 
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