Lugar común en Compostela
Jorge Bustos
Hubo un escritor español que murió en Torrelodones –lugar donde uno se
crió hasta que llegó a hacerse un hombrecito– y dejó para la posteridad
solamente una frase. Hay autores que legan un poema y otros una
subdivisón entera de la editorial Cátedra, pero lo importante es dejar
algo. Ricardo León dejó nada más que una frase, que
además ni siquiera es un aforismo restallante de forma ni original de
concepto, pero sí resulta extraordinariamente preciso, con una justeza
de mármol:
—El lugar común es el dogma del necio.
Y en esas anda nuestra cacareada sociedad de la información, que no
es más que la oficialización de una conjura de necios rindiendo culto al
puto tópico. Dinamitar lugares comunes a mí se me antoja, junto con
fundar Zara o ganar la Décima, la más benemérita empresa a la que puede
consagrar su vida un ser humano. Los lugares comunes son precipitados de
cal meningítica que se van depositando sobre la opinión pública como el
óxido en el filtro de aluminio de una cafetera, de tal manera que al
cabo de los años, al cumplir con el civilizado ritual matutino que
vincula el desayuno a una taza humeante y a un periódico, una persona
inocente puede encontrarse ingiriendo virutas de tétanos en lugar de
granos molidos de Saimaza y groseros lugares comunes en vez de
observaciones sensibles tomadas directamente de la realidad.
El lugarcomunismo campa en los medios más o menos desde la redacción del Cantar de los Cantares y
afecta a todas las áreas, géneros y secciones. En la política actual,
por ejemplo, la epidemia lugarcomunista triunfa sobre el pensamiento
individual con tal escabechina que nos obliga a considerar la idea
propia como Freud consideraba la salud: una etapa transitoria de la enfermedad.
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