ABC, 16 de Noviembre (1930)
Por Antoniorrobles
Cuando se habla de un humorista, o, mejor, cuando, como ahora, se va a hablar, conviene detenerse antes. ¿Es graciosa su vida como su obra? Un espejismo nos hace creer que sí. Y, sin embargo, unas veces lo es, y otras, no.
Acaso en Camba, porque lleva una vida sincera, sin gesto literario, sin gesto vanidoso, sin gesto de humor, se da el caso intermedio, como en toda sinceridad auténtica.
Hemos de hablar de Julio Camba, cierto filósofo que es, además, el escritor genial, el cronista ilustre, el literato del humor, que en esta época de la literatura nueva, en que a cada cosa se le hace dodecaedro y se le sacan doce imágenes, él coge los temas por un solo lado y les pone el espejo maravilloso de su opinión insospechada, mágica, que sorprende y no hay trampa en ella, puesto que el prestidigitador no es un titiritero, sino un mago, un verdadero mago del suave humorismo.
Una vez entró el informador en el Círculo de Bellas Artes. Julio Camba estaba allí, sentado en el brazo de un sillón, comentando en un corro con su opinión personal, tan fácil, tan espontánea, tan ingeniosa. Llevaba un sobre y un papel en blanco. “Tengo que escribir una carta”, había dicho.
El informador, ya con el encargo de hacer El día de Camba, observa desde lejos. Julio Camba va a otro grupo; nuevos comentarios con su voz fuerte, satinada de gallego. Aún el sobre y el papel en blanco.
Una discusión, que sería francamente filosófica si la fuerza inesperada de sus opiniones no chocaran con un bote de humor. Y aún están allí el sobre y el papel en blanco, tremolados a la par de la charla casi dominadora del escritor que observamos.
Por fin se remansa el griterío. Camba y sus amigos van en busca de una mesa de chapó. El sobre y el papel en blanco se quedan muertos y abandonados sobre el frío de una mesa de mármol.
El informador ha observado dos horas.
¿Es el día de Camba ese papel en blanco que iba a escribirse, y en un tema intranscendente, y luego otro tema inútil, y una mesa de chapó, han sido los obstáculos fatales?... Acaso.
La vida de Julio Camba no es así exactamente, porque de cuando en cuando el papel se escribe; y qué bien. Pero el día del joven maestro así es.
Juan Belmonte nos decía en broma, lo cual es un prejuicio para esta crónica: “La mitad del día de Camba es vuelto de este lado. Y la otra mitad, tumbado del otro...”
Y aún él mismo, cuando escucha del informador que se quiere saber su día, comenta:
–Pero si es que mi día... mi día es condicional. Yo quiero que al día siguiente sea ya el primero de otra vida nueva.
–Entonces, venga ya este día último. Y también algo de lo que serán ahora sus días de allá, de Nueva York...
Porque es el caso que Julio Camba marcha a Norteamérica para enviarnos sus crónicas y sus comentarios insospechados a los lectores de ABC.
Y él me contesta:
–Pues, nada: mi vida será demostrar que también allí se puede uno levantar a las cuatro de la tarde, y pararse en los escaparates, sin que aquella gente empuje.
–¿No es una paradoja, maestro?
–No es paradoja. A mí me gusta trabajar; pero cuando el trabajo no me obliga. Ahora me voy a Nueva York contento. A veces el trabajo va tan a gusto, que se encadena con la pereza insensiblemente.
–¿Y cómo es aquí su día?
–La noche –contesta.
Y añade luego:
–Además, si lo deja usted para dentro de una semana, puede escribir mi día diciendo: “Son las cinco: Camba estará escribiendo nuestra crónica. Son las seis: Camba estará paseando los escaparates de la Quinta Avenida...
La información empieza, al fin. Camba confiesa un despertar ingrato siempre. Es el peor momento, seguramente, de un soltero: ese despertar tardío, solitario. El día anterior no ha sido bueno; nunca parece que ha sido bueno el día anterior de un soltero, cuando se le juzga con ese primer mal sabor de boca del despertar. Parece que el día anterior está allí, en el dormitorio, dormido, trasnochado, derrotado por el juego y el vino. Aun en los hombres, pienso yo, que, como Camba, si acaso pueden lamentar los reveses de un póker amistoso. Y no siempre, porque no lo juega casi, ni lo pierde apenas. Él confiesa, sin embargo, un despertar ingrato, y el informador lo interpreta de ese modo descrito.
–¿Y almuerza... cuándo?
–No lo sé. Nunca es antes de despertar. Casi siempre apenas vestido. ¿Las dos? ¿Las cuatro? No lo sé.
Sí; cuando quieren los gnomos de la comodidad, que van poniéndole a Camba una alfombra blanda para que pise despacio y se guíe.
El capítulo del puro entra en el día de Camba con entusiasmo. Seis o siete puros sobre el mostrador de todos los días. Les aprieta la cintura... y es elegido el que mejor se traiga al sorber, como la paja se trae la horchata, una hora del ambiente, bien llena de felicidad blanda y tranquila.
–¡Buen puro, maestro!
Camba lo saca de la boca, lo mira con cariño, con pequeña vanidad humorística, gozando el elogio.
Va hacia el Círculo de Bellas Artes. Despacio. Los escaparates lo entretienen. Él sólo los goza. ¡Envidiables soliloquios, tal vez! En cada escaparate se regalará una crónica, breve, como la suya, sustanciosa, con motivo de la utilidad relativa del objeto de arte o del insecticida, o con motivo de los precios. Julio Camba es hombre de precios; como comentarista profesional y como soltero que vive con una vieja sirvienta. Julio Camba da a los precios el comentario doméstico y el internacional y financiero. De modo que los escaparates le ofrecen espectáculo, utilidad y tema.
Camba está en el Círculo. Pone la frase a los bastones, a los sombreros, a las estilográficas.. A veces los adorna con una evocación de países exóticos. Y es que conoce la bola del mundo como el equilibrista que anda sobre un tonel que da vueltas por el ruedo del circo.
Pérez de Ayala, Sainz Rodríguez, Juan Cristóbal, Belmonte, Sebastián Miranda, Del Río Ortega... ¡Buenos maestros del comentario en aquellas tertulias!
Pero Camba, siempre con sus opiniones de humor, rebuscadas al instante en el fondo de cada cosa, como se saca en un relámpago el nervio de la muela:
–¡Bah! Moisés maldijo al cerdo, y es inútil que los judíos se enriquezcan prestando dinero al 200 por 100. Si comen cerdo dejan de ser judíos, y si dejan de ser judíos dejan de enriquecerse y tienen que dejar de comer cerdo...
O también:
–Todos los años telegrafían los norteamericanos que ha caído una enorme nevada; la nevada más grande del mundo... Yo no creo, sin embargo, que en Nueva York nieve más que en Rusia, que en Alemania o que en Suiza, sino que los americanos saben organizar sus nevadas mejor que los suizos, los alemanes y los rusos...
Y éste otro comentario:
–...Y la pobre muchacha viene diciendo que en París comía faisán, faissan. ¡Bah! Lo que se comía antes de la guerra... ¡El faisán ya resulta una cena anticuada!
Vida blanda, horas lentas, estrelladas de minutos felices a fuerza de parecerse, pero que cada una se lleva su dicho.
–Acompáñame –dice, o le dicen.
Y Julio Camba añade a su día un paseo intranscendente a una corbatería, o a la Telefónica, o a una tienda de objetos de escritorio.
Pasan las aceras llenas de gente; pasan las aceras, pasan las fachadas a gran velocidad, como cuando las pasamos en automóvil. Bueno... ¿Y qué? Camba va con su amigo, muy despacio los dos para que así no se queje ningún minuto de su día de que le haya tocado con la fusta.
Envidiable vida. Las inquietudes de un viaje trasatlántico las toma con tanta distancia de tiempo, que llega el día de partir sin que el gráfico de su pulso nos diga nada nuevo.
–¿Está usted mucho tiempo en la cama? –es otra pregunta.
–Mucho..., no.
Mientras la cama no le cansa, allí se saborea el buen puro o se divierte leyendo.
–¿Leyendo qué?
–Lo que me guste; sólo lo que me entretiene. Las novelas policíacas. Edgar Poe más que nadie. Y Conan Doyle, aunque toda su obra realmente está sacada de cuatro cosas de Poe.
–¿A qué hora es la lectura?
–¿A las doce? ¿A las seis? No lo sé. Mientras la cama está grata.
–¿Y el chapó?
–Me divierte mucho.
Camba recuerda sin un gesto a los buenos amigos con quienes jugaba mucho: Enrique de Mesa, Verdugo Landi. Es un hombre de sensibilidad justa, cuando respeto significa esforzarse por no sensiblear ante el reportero.
–¿Tiene usted tiempo de odiar dentro del día?
–Mis odios son feroces, lo confieso. Pero feroces de verdad. De un enemigo doy cuarenta vidas por una sola de un amigo.
En estas vidas de remanso, el odio se advierte más; se marca más la onda del cantazo; a horas insospechadas acude el odio a la mente, y es un fastidio.
–¿Usted piensa alguna vez, durante el día, y tal vez desde el lecho, alguno de los platos que va a pedir para la cena en algún restaurante?
–Sí, muchas veces –me contesta el autor de La casa de Lúculo o El arte de comer.
Tiene un paladar refinado. Las grandes listas del restaurante no tienen para él la incertidumbre que, por ejemplo, confiesa el reportero. Él las acoge y casa un menú tan acertadamente como se casan las fichas del dominó.
En fin: se despierta tarde, almuerza solo, elige el puro, lee novelas envueltas en humo y en entretenidas inquietudes, ve escaparates, busca periódicos extranjeros, comenta en los grupos, juega al chapó, llega a la hora de la cena... y acaso un guiso sabroso le viene preparando los jugos alegres de la boca desde por la mañana.
–¿Y cuál es su plato preferido?
–Creo que lo más grato que en mi vida he comido es un guiso de ubres de vaca que preparan los búlgaros y que según se asegura es lo más parecido al sabor dulzón y blando de la carne humana.
No por eso el informador da un brinco atrás; sigue el reportaje hasta el final.
Después de la cena viene el nuevo cigarro de hombre que ha comido como ha querido: bien, maravillosamente bien.
Un butacón; charla de cabeza apoyada; si acaso, y más tarde, unas manitas de póker.
Sigue la charla. Una estrella se ha fundido. Otra mira el alba, y se va también. Las chimeneas tienen su hora de vivir sobre un fondo oscuro de azul. Otra estrella dice que se tiene que ir. Un lucero se pone de plata sobre el cielo del día que va llegando...
Camba y algún íntimo, tal vez el escultor Juan Cristóbal, se van hacia casa también. Se despiden en una esquina, y siguen juntos. Se despiden en otra esquina, llena de frío madrugador y de cierres que se abren con violencia, rompe la charla de los dos amigos.
Camba se va a la cama... Y lee para olvidar; para olvidar el mal sabor de boca que los solteros tienen al despertarse.
Ha vivido un día frívolo, maravillosamente frívolo, cómodo y fácil, con novelas policíacas, butacón, humo, escaparates y chapó. Pero lo ha llenado todo de interpretaciones trascendentes. Y como a sus frases no les pone la goma con que pega las etiquetas el factor, se pierden como aleluyas de colorín y de humorismo.
¡Ay! Se me ha olvidado preguntarle que cuándo escribe... Pero..., sí, ya sé: escribe al día siguiente.
Cuando se habla de un humorista, o, mejor, cuando, como ahora, se va a hablar, conviene detenerse antes. ¿Es graciosa su vida como su obra? Un espejismo nos hace creer que sí. Y, sin embargo, unas veces lo es, y otras, no.
Acaso en Camba, porque lleva una vida sincera, sin gesto literario, sin gesto vanidoso, sin gesto de humor, se da el caso intermedio, como en toda sinceridad auténtica.
Hemos de hablar de Julio Camba, cierto filósofo que es, además, el escritor genial, el cronista ilustre, el literato del humor, que en esta época de la literatura nueva, en que a cada cosa se le hace dodecaedro y se le sacan doce imágenes, él coge los temas por un solo lado y les pone el espejo maravilloso de su opinión insospechada, mágica, que sorprende y no hay trampa en ella, puesto que el prestidigitador no es un titiritero, sino un mago, un verdadero mago del suave humorismo.
Una vez entró el informador en el Círculo de Bellas Artes. Julio Camba estaba allí, sentado en el brazo de un sillón, comentando en un corro con su opinión personal, tan fácil, tan espontánea, tan ingeniosa. Llevaba un sobre y un papel en blanco. “Tengo que escribir una carta”, había dicho.
El informador, ya con el encargo de hacer El día de Camba, observa desde lejos. Julio Camba va a otro grupo; nuevos comentarios con su voz fuerte, satinada de gallego. Aún el sobre y el papel en blanco.
Una discusión, que sería francamente filosófica si la fuerza inesperada de sus opiniones no chocaran con un bote de humor. Y aún están allí el sobre y el papel en blanco, tremolados a la par de la charla casi dominadora del escritor que observamos.
Por fin se remansa el griterío. Camba y sus amigos van en busca de una mesa de chapó. El sobre y el papel en blanco se quedan muertos y abandonados sobre el frío de una mesa de mármol.
El informador ha observado dos horas.
¿Es el día de Camba ese papel en blanco que iba a escribirse, y en un tema intranscendente, y luego otro tema inútil, y una mesa de chapó, han sido los obstáculos fatales?... Acaso.
La vida de Julio Camba no es así exactamente, porque de cuando en cuando el papel se escribe; y qué bien. Pero el día del joven maestro así es.
Juan Belmonte nos decía en broma, lo cual es un prejuicio para esta crónica: “La mitad del día de Camba es vuelto de este lado. Y la otra mitad, tumbado del otro...”
Y aún él mismo, cuando escucha del informador que se quiere saber su día, comenta:
–Pero si es que mi día... mi día es condicional. Yo quiero que al día siguiente sea ya el primero de otra vida nueva.
–Entonces, venga ya este día último. Y también algo de lo que serán ahora sus días de allá, de Nueva York...
Porque es el caso que Julio Camba marcha a Norteamérica para enviarnos sus crónicas y sus comentarios insospechados a los lectores de ABC.
Y él me contesta:
–Pues, nada: mi vida será demostrar que también allí se puede uno levantar a las cuatro de la tarde, y pararse en los escaparates, sin que aquella gente empuje.
–¿No es una paradoja, maestro?
–No es paradoja. A mí me gusta trabajar; pero cuando el trabajo no me obliga. Ahora me voy a Nueva York contento. A veces el trabajo va tan a gusto, que se encadena con la pereza insensiblemente.
–¿Y cómo es aquí su día?
–La noche –contesta.
Y añade luego:
–Además, si lo deja usted para dentro de una semana, puede escribir mi día diciendo: “Son las cinco: Camba estará escribiendo nuestra crónica. Son las seis: Camba estará paseando los escaparates de la Quinta Avenida...
La información empieza, al fin. Camba confiesa un despertar ingrato siempre. Es el peor momento, seguramente, de un soltero: ese despertar tardío, solitario. El día anterior no ha sido bueno; nunca parece que ha sido bueno el día anterior de un soltero, cuando se le juzga con ese primer mal sabor de boca del despertar. Parece que el día anterior está allí, en el dormitorio, dormido, trasnochado, derrotado por el juego y el vino. Aun en los hombres, pienso yo, que, como Camba, si acaso pueden lamentar los reveses de un póker amistoso. Y no siempre, porque no lo juega casi, ni lo pierde apenas. Él confiesa, sin embargo, un despertar ingrato, y el informador lo interpreta de ese modo descrito.
–¿Y almuerza... cuándo?
–No lo sé. Nunca es antes de despertar. Casi siempre apenas vestido. ¿Las dos? ¿Las cuatro? No lo sé.
Sí; cuando quieren los gnomos de la comodidad, que van poniéndole a Camba una alfombra blanda para que pise despacio y se guíe.
El capítulo del puro entra en el día de Camba con entusiasmo. Seis o siete puros sobre el mostrador de todos los días. Les aprieta la cintura... y es elegido el que mejor se traiga al sorber, como la paja se trae la horchata, una hora del ambiente, bien llena de felicidad blanda y tranquila.
–¡Buen puro, maestro!
Camba lo saca de la boca, lo mira con cariño, con pequeña vanidad humorística, gozando el elogio.
Va hacia el Círculo de Bellas Artes. Despacio. Los escaparates lo entretienen. Él sólo los goza. ¡Envidiables soliloquios, tal vez! En cada escaparate se regalará una crónica, breve, como la suya, sustanciosa, con motivo de la utilidad relativa del objeto de arte o del insecticida, o con motivo de los precios. Julio Camba es hombre de precios; como comentarista profesional y como soltero que vive con una vieja sirvienta. Julio Camba da a los precios el comentario doméstico y el internacional y financiero. De modo que los escaparates le ofrecen espectáculo, utilidad y tema.
Camba está en el Círculo. Pone la frase a los bastones, a los sombreros, a las estilográficas.. A veces los adorna con una evocación de países exóticos. Y es que conoce la bola del mundo como el equilibrista que anda sobre un tonel que da vueltas por el ruedo del circo.
Pérez de Ayala, Sainz Rodríguez, Juan Cristóbal, Belmonte, Sebastián Miranda, Del Río Ortega... ¡Buenos maestros del comentario en aquellas tertulias!
Pero Camba, siempre con sus opiniones de humor, rebuscadas al instante en el fondo de cada cosa, como se saca en un relámpago el nervio de la muela:
–¡Bah! Moisés maldijo al cerdo, y es inútil que los judíos se enriquezcan prestando dinero al 200 por 100. Si comen cerdo dejan de ser judíos, y si dejan de ser judíos dejan de enriquecerse y tienen que dejar de comer cerdo...
O también:
–Todos los años telegrafían los norteamericanos que ha caído una enorme nevada; la nevada más grande del mundo... Yo no creo, sin embargo, que en Nueva York nieve más que en Rusia, que en Alemania o que en Suiza, sino que los americanos saben organizar sus nevadas mejor que los suizos, los alemanes y los rusos...
Y éste otro comentario:
–...Y la pobre muchacha viene diciendo que en París comía faisán, faissan. ¡Bah! Lo que se comía antes de la guerra... ¡El faisán ya resulta una cena anticuada!
Vida blanda, horas lentas, estrelladas de minutos felices a fuerza de parecerse, pero que cada una se lleva su dicho.
–Acompáñame –dice, o le dicen.
Y Julio Camba añade a su día un paseo intranscendente a una corbatería, o a la Telefónica, o a una tienda de objetos de escritorio.
Pasan las aceras llenas de gente; pasan las aceras, pasan las fachadas a gran velocidad, como cuando las pasamos en automóvil. Bueno... ¿Y qué? Camba va con su amigo, muy despacio los dos para que así no se queje ningún minuto de su día de que le haya tocado con la fusta.
Envidiable vida. Las inquietudes de un viaje trasatlántico las toma con tanta distancia de tiempo, que llega el día de partir sin que el gráfico de su pulso nos diga nada nuevo.
–¿Está usted mucho tiempo en la cama? –es otra pregunta.
–Mucho..., no.
Mientras la cama no le cansa, allí se saborea el buen puro o se divierte leyendo.
–¿Leyendo qué?
–Lo que me guste; sólo lo que me entretiene. Las novelas policíacas. Edgar Poe más que nadie. Y Conan Doyle, aunque toda su obra realmente está sacada de cuatro cosas de Poe.
–¿A qué hora es la lectura?
–¿A las doce? ¿A las seis? No lo sé. Mientras la cama está grata.
–¿Y el chapó?
–Me divierte mucho.
Camba recuerda sin un gesto a los buenos amigos con quienes jugaba mucho: Enrique de Mesa, Verdugo Landi. Es un hombre de sensibilidad justa, cuando respeto significa esforzarse por no sensiblear ante el reportero.
–¿Tiene usted tiempo de odiar dentro del día?
–Mis odios son feroces, lo confieso. Pero feroces de verdad. De un enemigo doy cuarenta vidas por una sola de un amigo.
En estas vidas de remanso, el odio se advierte más; se marca más la onda del cantazo; a horas insospechadas acude el odio a la mente, y es un fastidio.
–¿Usted piensa alguna vez, durante el día, y tal vez desde el lecho, alguno de los platos que va a pedir para la cena en algún restaurante?
–Sí, muchas veces –me contesta el autor de La casa de Lúculo o El arte de comer.
Tiene un paladar refinado. Las grandes listas del restaurante no tienen para él la incertidumbre que, por ejemplo, confiesa el reportero. Él las acoge y casa un menú tan acertadamente como se casan las fichas del dominó.
En fin: se despierta tarde, almuerza solo, elige el puro, lee novelas envueltas en humo y en entretenidas inquietudes, ve escaparates, busca periódicos extranjeros, comenta en los grupos, juega al chapó, llega a la hora de la cena... y acaso un guiso sabroso le viene preparando los jugos alegres de la boca desde por la mañana.
–¿Y cuál es su plato preferido?
–Creo que lo más grato que en mi vida he comido es un guiso de ubres de vaca que preparan los búlgaros y que según se asegura es lo más parecido al sabor dulzón y blando de la carne humana.
No por eso el informador da un brinco atrás; sigue el reportaje hasta el final.
Después de la cena viene el nuevo cigarro de hombre que ha comido como ha querido: bien, maravillosamente bien.
Un butacón; charla de cabeza apoyada; si acaso, y más tarde, unas manitas de póker.
Sigue la charla. Una estrella se ha fundido. Otra mira el alba, y se va también. Las chimeneas tienen su hora de vivir sobre un fondo oscuro de azul. Otra estrella dice que se tiene que ir. Un lucero se pone de plata sobre el cielo del día que va llegando...
Camba y algún íntimo, tal vez el escultor Juan Cristóbal, se van hacia casa también. Se despiden en una esquina, y siguen juntos. Se despiden en otra esquina, llena de frío madrugador y de cierres que se abren con violencia, rompe la charla de los dos amigos.
Camba se va a la cama... Y lee para olvidar; para olvidar el mal sabor de boca que los solteros tienen al despertarse.
Ha vivido un día frívolo, maravillosamente frívolo, cómodo y fácil, con novelas policíacas, butacón, humo, escaparates y chapó. Pero lo ha llenado todo de interpretaciones trascendentes. Y como a sus frases no les pone la goma con que pega las etiquetas el factor, se pierden como aleluyas de colorín y de humorismo.
¡Ay! Se me ha olvidado preguntarle que cuándo escribe... Pero..., sí, ya sé: escribe al día siguiente.
Julio Camba