Pr lo que a uno respecta, la huelga comenzó a medianoche con puntualidad británica y la falta de discreción que se le presupone. El piqueterismo alegre se personó de súbito extramuros de mi piso interfiriendo en los esfuerzos intramuros de Morfeo, quien terminó por ceder a la presión y declararse en huelga también. Desvelado, me levanté y me asomé al balcón para ver bajar un arroyuelo de huelguistas jubilosos tocándonos el pito a todo el vecindario, que, residenciado en torno al Congreso, es un vecindario estoicamente habituado a que le despierten los tiros de unos golpistas, la flauta del perroflauta o los pitos embravecidos de la muchachada sindical.
Sería injusto restringir las causas de nuestro insomnio a los compañeros y a las compañeras porque quien más ruido metía era el condenado helicóptero de la bofia girando en círculo apenas unos centímetros por encima de mi tejado, como un enorme buitre futurista que acechara la carroña piquetera.
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