sábado, 5 de noviembre de 2011

Mientras sonrían esposados...


Jorge Bustos

Me senté a unos cinco metros de la nuca cenicienta, mortuoria, carbonizada de Francisco Javier García Gaztelu, vulgo Txapote. Nunca había tenido tan cerca un montón de estiércol tan grande, si los cálculos no me fallan. El reo dijo lo de siempre, que no reconocía el tribunal, esa previsibilidad cejijunta del fanático. Desde luego ganas dan de ponerle delante la pipa de Pepe Amedo y repreguntarle: ¿Y esto, lo reconoces? Pero no me cogerán ustedes defendiendo el terrorismo de Estado porque me disgusta la simetría.

Ahora bien, hay que oír a Adoración Zubeldia, después de rechazar la protección del biombo, rememorar el dolor, el dolor en estado puro con la voz retemblando como azogue quebradizo que al cabo estalla partido en lágrimas. “Oí la explosión... La furgoneta se estaba quemando... y... él... también se estaba quemando”. Pero la viuda de Múgica se recompone y con un hilo de voz, destruida pero no derrotada –como escribió Hemingway de los hombres–, solicita al funcionario:


¿Puedo mirar a estos chicos?

Y se gira y con los pómulos ya secos los mira despacio uno a uno, ofrece a Txapote y a sus tres acólitos de funeraria con ínfula militar el espejo sufriente del sinsentido a que han consagrado sus vidas miserables. Pero del mismo modo que un centinela de Birkenau no lograba concebir humano a un judío, los cuatro etarras no alcanzan a reconocer el sufrimiento ajeno. Gajes del conflicto, pensarían, eso sí, con las caras vueltas hacia el suelo para no enfrentar la mirada que podría humanizarlos de una santísima vez.

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