miércoles, 23 de noviembre de 2011

Y perdónanos nuestras deudas


Vicente Llorca

Y perdónanos nuestras deudas.

-Tu primo Valentín es muy generoso.

-Hay que ver lo espléndido que es el primo Valentín.

Eso decían todos, entonces.

Yo tuve ocasión, temprana, de comprobar la generosidad del primo Valentín una noche, en la que acabamos jugando una partida de giley, ese póquer canalla y rural, en un mesón de la carretera.

Entre los que se sentaban, figuraba A., una prenda, hijo del alguacil, que normalmente levantaba la cartera a los que caían por la trastienda del bar.

Esa noche, fuera por suerte o por tino, yo les estaba ganando el dinero a todos, A. incluido. Escéptico con mi bisoñez, A. intentó echarme de la mesa jugándose todo el resto a un descarte, confiando en que así me achantaría. Le gané la mano –iba de farol, claramente– y el que tendría que haberse levantado era él.

Pero no fue así. A., siguió jugando, con el dinero que le prestaba Valentín. Bastante, teniendo en cuenta además lo que ya había perdido. Pero Valentín reía.

-Aquí hemos venido a divertirnos, no a andar con dinero -decía, y seguía prestando a todos.

Sólo al cabo de un rato descubrí que el dinero que Valentín estaba esparciendo por la mesa era el mío, que cogía con total despreocupación.

-Pero, Valentín

-No te preocupes. Apúntalo, que estos pagan siempre.

Al final, pasó lo que tenía que pasar. Yo perdí todo lo que había ganado y me levanté en blanco, teniendo que marcharme de la partida. A. nunca pagó lo que en teoría había perdido, y a Valentín ni se le pasaba por la cabeza que tuviera que responder del dinero que tan jovialmente había distribuido.

Entonces empecé a intuir en qué consistía la generosidad del primo Valentín.

Poco tiempo después, los hermanos le confiaron la dirección de una finca familiar, en la sierra, que Valentín se encargó de explotar. Era el más campero, decían todos, y el que más conocía a los de los pueblos. Y además entendía de ganado y labores como nadie.

A los cuatro o cinco años aquello hacía agua por todas partes y un cuñado, urbano y pudiente, pensó en rescatar la finca de la ruina.

-Pobre Valentín –dijo-. Es que les presta a todos y además le convence todo el mundo

Así que hizo la cuenta y empezó a intentar levantar la ganadería. Había una pequeña hipoteca, le había advertido Valentín, pero su cuñado no le dio importancia. Todo el mundo tiene una pequeña hipoteca. Cuando recobró la finca, descubrió que la pequeña hipoteca ascendía a veinte o treinta millones de pesetas, que para cuatro años de explotación no estaba mal. No menor fue su sorpresa cuando se instaló en la casa y empezó a recibir visitas de proveedores agraviados. El de la fábrica de piensos, el del abono, el esquilador, el del gas-oil… Reclamaban unas facturas añejas que al parecer jamás les había abonado nadie.

En qué se habría gastado el dinero el bueno de Valentín, que en cinco años dejaba tras de sí una estela semejante –y las majadas por el suelo, y las cercas arruinadas, y los pajares en ruinas…

-Hay que ver toda la gente que acoge Valentín -decía alguno de los de antes.

Y en efecto, entre los cuartos en ruinas de las dependencias, los nuevos ganaderos se encontraron con banderilleros en paro, un mecánico alcoholizado, un señorito ocioso y dos francesas ajadas, que nunca supo nadie de dónde habían salido.

Los vecinos cerraban ya los pajares cuando Valentín iba a visitarles. Andrés, el de las cosechadoras, puso un candado en la cochera. Al parecer el proceso de colectivización iba excediendo poco a poco el campo de la familia.

-Invítales a todos, primo. Diles que están todos invitados –decía Valentín cuando yo entraba en el bar de la plaza, adonde se reunían tratantes y aspirantes a la gloria taurina.

Pero yo, que ya había intuido en qué consistía la generosidad de Valentín, me guardaba muy mucho de hacerlo.

-Tomad algo -insistía otra noche-. Di a tus amigos que pidan lo que quieran.

Yo venía ese día con unos amigos de Madrid.

-No hace falta, primo. Venimos sólo a tomar un café.

-Que sí, hombre. Que os toméis unas copas.

Al final, Jaime, que venía de nuevas, pidió unos gin-tonic.

-Es muy agradable tu primo. No le vamos a hacer ese desprecio. Por cierto, ¿dónde está?

Valentín estaba ya en la puerta, despidiéndose a la carrera. Sonreía.

-Adiós, madrileños, que os divirtáis por estas tierras.

Es muy dura la vida en la sierra, comentó luego alguno de los de la capital, filósofo rural a la fuerza.

-Es un bohemio -definía un día una de sus admiradoras.

-Qué espléndido es -comentó otra.

Y tanto. Lástima que al otro lado de la barra nos encontráramos los demás, lamentables burgueses, que a veces pagábamos con dinero propio.

Nunca conseguiríamos entender la alegría revolucionaria, sentenció mi primo, una tarde. Con los años, pesarosos, descubrimos cuánta razón tenía.