José Ramón Márquez
El pliego de Abella, el parto de los montes, ya está en las hemerotecas para solaz de las gentes. Decimos el pliego de Las Ventas, como quien dice la Constitución de Cádiz o la Areopagítica de John Milton.
Esa bella pieza de literatura administrativa publicada en su correspondiente Boletín, ya es pública. Podrían haberla publicado en el Boletín de Loterías y Toros, vieja cabecera, y si acaso lo que trae el pliego fuese una rifa habría sido oportuna la publicación en el antiguo semanario, pero no parece conveniente en este caso porque aquí da la impresión de que casi todas las papeletas están en poder de una sola mano; o sea que de lotería, nada.
Se dedican estos días los bienintencionados aficionados a hurgar en las vísceras del pliego de Abella, a quien sus íntimos llaman Abeya, a la busca de los tesoros que contiene y muchos se rasgan las vestiduras con que si van a subir los precios de las entradas, con que si la bajada del canon es un brindis al sol, con que si los encastes minoritarios… ¿qué sé yo? Y además, ¿a quién le importa ese absurdo lenguaje administrativo y las tristes palabras que contiene?
Porque en mi opinión el esfuerzo que se demanda, lo que desea el que pasa por la taquilla, es que traigan tres simples cosas a Las Ventas: la primera, que traigan toros íntegros y encastados, con trapío (término ya casi en desuso), toros que despierten la admiración de los que los vean salir por la puerta de chiqueros, toros que se lancen a por los caballos como leones, toros que vendan cara su vida y que planteen a sus matadores más problemas que soluciones; toros, para que el espectáculo no sea un tedioso pasar el rato y la emoción y la verdad se vuelvan a hacer los amos de la plaza; la segunda, que traigan toreros; los toreros de tronío, de nombre y de cartel o aquellos de suficiente proyección para los que Madrid debería ser un paso obligado, en vez de esa deprimente Plaza de la Oportunidad en que nos han convertido a Las Ventas, elenco de toreros sin corridas y de desesperados a la espera de que se les presente la ocasión; y la tercera, que Madrid sea una auténtica Plaza de Temporada como siempre ha sido, con una programación de corridas de toros adecuada y con algunas novilladas para que se pueda ir viendo a los novilleros punteros.
Lo que no incluya esas tres condiciones, es sólo pliego, triste pliego de cordel de Abeya, diríamos, para acompañar el lento declive de un espectáculo del cual se ha abolido la espectacularidad y el interés y al que se empeñan en hurtarle la grandeza, a veces amparados en un pliego.
Por lo demás no cabe duda ninguna sobre la circunstancia de que el adjudicatario del tal pliego tan amorosamente urdido por Abeya será Toño Matilla, que gobernará desde la trinchera la Plaza a través de la boca de ganso de los llamados Choperitas, Choperón y Cia., que franquiciarán la plaza al muñidor en la sombra, al que no quiere y no debe ser mentado. De los líos de dineros tan deprimentes que hay tras la previsible adjudicación es preferible no hablar, porque, como en tantas otras cosas de las que ocurren en estos tiempos, al final del túnel aparecería una vez más el rostro hosco del Pétreo de Galapagar, José Tomás.
El pliego de Abella, el parto de los montes, ya está en las hemerotecas para solaz de las gentes. Decimos el pliego de Las Ventas, como quien dice la Constitución de Cádiz o la Areopagítica de John Milton.
Esa bella pieza de literatura administrativa publicada en su correspondiente Boletín, ya es pública. Podrían haberla publicado en el Boletín de Loterías y Toros, vieja cabecera, y si acaso lo que trae el pliego fuese una rifa habría sido oportuna la publicación en el antiguo semanario, pero no parece conveniente en este caso porque aquí da la impresión de que casi todas las papeletas están en poder de una sola mano; o sea que de lotería, nada.
Se dedican estos días los bienintencionados aficionados a hurgar en las vísceras del pliego de Abella, a quien sus íntimos llaman Abeya, a la busca de los tesoros que contiene y muchos se rasgan las vestiduras con que si van a subir los precios de las entradas, con que si la bajada del canon es un brindis al sol, con que si los encastes minoritarios… ¿qué sé yo? Y además, ¿a quién le importa ese absurdo lenguaje administrativo y las tristes palabras que contiene?
Porque en mi opinión el esfuerzo que se demanda, lo que desea el que pasa por la taquilla, es que traigan tres simples cosas a Las Ventas: la primera, que traigan toros íntegros y encastados, con trapío (término ya casi en desuso), toros que despierten la admiración de los que los vean salir por la puerta de chiqueros, toros que se lancen a por los caballos como leones, toros que vendan cara su vida y que planteen a sus matadores más problemas que soluciones; toros, para que el espectáculo no sea un tedioso pasar el rato y la emoción y la verdad se vuelvan a hacer los amos de la plaza; la segunda, que traigan toreros; los toreros de tronío, de nombre y de cartel o aquellos de suficiente proyección para los que Madrid debería ser un paso obligado, en vez de esa deprimente Plaza de la Oportunidad en que nos han convertido a Las Ventas, elenco de toreros sin corridas y de desesperados a la espera de que se les presente la ocasión; y la tercera, que Madrid sea una auténtica Plaza de Temporada como siempre ha sido, con una programación de corridas de toros adecuada y con algunas novilladas para que se pueda ir viendo a los novilleros punteros.
Lo que no incluya esas tres condiciones, es sólo pliego, triste pliego de cordel de Abeya, diríamos, para acompañar el lento declive de un espectáculo del cual se ha abolido la espectacularidad y el interés y al que se empeñan en hurtarle la grandeza, a veces amparados en un pliego.
Por lo demás no cabe duda ninguna sobre la circunstancia de que el adjudicatario del tal pliego tan amorosamente urdido por Abeya será Toño Matilla, que gobernará desde la trinchera la Plaza a través de la boca de ganso de los llamados Choperitas, Choperón y Cia., que franquiciarán la plaza al muñidor en la sombra, al que no quiere y no debe ser mentado. De los líos de dineros tan deprimentes que hay tras la previsible adjudicación es preferible no hablar, porque, como en tantas otras cosas de las que ocurren en estos tiempos, al final del túnel aparecería una vez más el rostro hosco del Pétreo de Galapagar, José Tomás.