José Ramón Márquez
Ya tenemos ante nuestros ojos la tradicional carta de Faustino El Rosco dirigida a las instancias superiores de la Comunidad de Madrid.
Este año el destinatario de las letras de Faustino es el Vicepresidente del Consejo de Asuntos Taurinos, órgano cuyas reuniones uno siempre se imagina regadas con suculentos vinos de Rioja y aderezadas con las más finas chacinas de Salamanca y las salazones de Cádiz. El señor al que Faustino envía su epístola, diríamos la Epístola de Faustino a los Taurinos, se llama Pedro Antonio Martín Marín. Bueno, ahí tengo que reconocer que ya me lío, porque me parece que no existe tal Consejo de Asuntos Taurinos y lo que hay es un Centro de Asuntos Taurinos. Sea uno u otro, que a fin de cuentas qué más da el nombre de ese órgano u organillo, creo que ése debe de ser el batán donde el tal Pedro Antonio con la inestimable e inextinguible ayuda del impar Abella deben cocer sus estrategias de haute-politique para la defensa de la fiesta y la defensa de la afición.
Más allá de pequeñeces semánticas, hay que apreciar que la epístola faustina se dirija certeramente a la cabeza de los que en un epígrafe llamado efe señalan como uno de sus cometidos el de “defender la fiesta de los toros, su pureza y permanencia”.
Señala Faustino en su carta algunos extremos que son lugar común de nuestras conversaciones tabernarias a la salida de los toros, tal y como la eliminación de la llamada ‘Feria del Aniversario’, tan acertadamente creada para poder atender las fabulosas condiciones de contratación de José Tomás fuera de la rigidez del abono de San Isidro y que, burla burlando, se ha ido quedando ahí como un quistecillo que conviene erradicar. Se suma también en su misiva a una nueva corriente que se va imponiendo entre algunos aficionados sobre la necesidad de cortar tres orejas para poder abrir la Puerta Grande, tema del cual no tengo opinión alguna dada mi ancestral aversión a esos trofeos tan absurdos, antiestéticos y prescindibles.
Donde el bueno de Faustino me ha dejado sin habla ha sido en lo de ‘contratar hierros distintos en el mismo festejo’, que me imagino que él lo que quiere ver, como en los antiguos carteles, es “tres de Aleas y tres de Veragua”. La verdad es que no tengo ni idea de si eso será idea sólo de él o de algún sanedrín y es que, sinceramente, no acabo de ver a qué obedece ni qué se puede sacar de bueno en echar tres de Domingo Hernández y tres de Garcigrande o tres de Samuel y tres de su madre o tres del Puerto y tres de la Ventana -más bien ventanuco-, por seguir la indicación de Faustino. Seguro que hay una buena explicación para lo que pide, pero a mí no me alcanza.
La verdad es que estas cartas de Faustino no creo que sirvan para nada, pero al menos ahí queda patente el derecho al pataleo de lo que va quedando de la afición que, querámoslo o no, es a quien compete de forma más decidida la preservación de la pureza del espectáculo, porque si esperamos que los destinatarios de la misiva hagan algo, vamos bien dados.
Es curioso que en esto de los toros seamos los aficionados, los que nos retratamos en la taquilla, los que menos importamos de todo el tinglado. Los toreros y sus padres y mentores, los ganaderos y sus ladrillos, los empresarios y sus cabildeos, los periodistas de tierra mar y aire y su hambre crónica, los políticos de vía estrecha y sus urnas oportunistas, los vaqueros, los mayorales, los taquilleros… cualquiera está en la escala evolutiva taurina por encima del aficionado, del público, del cliente, que en esto de los toros es el que nunca jamás tiene la razón.