La carne herida de Juan Belmonte, matador de toros
Volveré a torear… Esa frase, Belmonte la pronunció consciente de todas sus consecuencias. Demasiado culto, demasiado inteligente para no haber reemplazado por otras emociones la del aplauso de las multitudes, hablaba del toro con fría lucidez.
-Torear es algo horrible, espantoso.
Lo interrumpí.
-Era usted el más valiente. Su toreo poseía una fuerza dramática que no igualó el de ningún otro, y su cuerpo conserva las huellas de muchas cornadas. ¿Por qué habla usted tanto de ese miedo que nadie adivina?
-Porque existía… Yo no creo que nada en el mundo produzca tanto pavor como el espectáculo de un toro en el ruedo al que hay que arrimarse y matar. El que diga lo contrario, peca, creo yo, de falta de sinceridad. Esas comidas frugales antes de las corridas no son para conservar la agilidad ni cosa parecida. El torero no come más porque el miedo no le deja tragar a gusto. Además la víspera de la corrida no hay quien duerma tranquilo. No recuerdo qué compañero me contaba que durante la noche sufría mareos, cólicos y angustias hasta tal punto que al día siguiente iba a la plaza en condiciones desastrosas. Para remediarlo, su mozo de estoques inventó un ardid: “¡Maestro, que está cayendo un aguacero espantoso! ¡Ay, maestro, qué desgrasia tan grande, que no vamo a podé atoreá!” Y el maestro se curaba instantáneamente, dormía y se levantaba fresco como una rosa.
Belmonte insistió:
-Hace falta una voluntad terrible para arrimarse al toro cuando ya se ha sufrido una cogida grave. Es la carne herida la que tira de uno. Hay que dominarla, vencerla…
-Y ahora -le pregunté-, después de recordar todo esto, ¿insiste usted en lo que me ha dicho antes? ¿Volvería usted a la plaza para luchar, para ganarse la vida como antes?
Belmonte, durante unos minutos permaneció silencioso. Los perros que sesteaban en el portalón se arrimaron a él y le lamieron las manos. Unas mujeres cruzaron el patio cantando.
-¿Y por qué no? -murmuró al fin-. Morir en la Plaza o en otro sitio, ¡qué más da!
Volveré a torear… Esa frase, Belmonte la pronunció consciente de todas sus consecuencias. Demasiado culto, demasiado inteligente para no haber reemplazado por otras emociones la del aplauso de las multitudes, hablaba del toro con fría lucidez.
-Torear es algo horrible, espantoso.
Lo interrumpí.
-Era usted el más valiente. Su toreo poseía una fuerza dramática que no igualó el de ningún otro, y su cuerpo conserva las huellas de muchas cornadas. ¿Por qué habla usted tanto de ese miedo que nadie adivina?
-Porque existía… Yo no creo que nada en el mundo produzca tanto pavor como el espectáculo de un toro en el ruedo al que hay que arrimarse y matar. El que diga lo contrario, peca, creo yo, de falta de sinceridad. Esas comidas frugales antes de las corridas no son para conservar la agilidad ni cosa parecida. El torero no come más porque el miedo no le deja tragar a gusto. Además la víspera de la corrida no hay quien duerma tranquilo. No recuerdo qué compañero me contaba que durante la noche sufría mareos, cólicos y angustias hasta tal punto que al día siguiente iba a la plaza en condiciones desastrosas. Para remediarlo, su mozo de estoques inventó un ardid: “¡Maestro, que está cayendo un aguacero espantoso! ¡Ay, maestro, qué desgrasia tan grande, que no vamo a podé atoreá!” Y el maestro se curaba instantáneamente, dormía y se levantaba fresco como una rosa.
Belmonte insistió:
-Hace falta una voluntad terrible para arrimarse al toro cuando ya se ha sufrido una cogida grave. Es la carne herida la que tira de uno. Hay que dominarla, vencerla…
-Y ahora -le pregunté-, después de recordar todo esto, ¿insiste usted en lo que me ha dicho antes? ¿Volvería usted a la plaza para luchar, para ganarse la vida como antes?
Belmonte, durante unos minutos permaneció silencioso. Los perros que sesteaban en el portalón se arrimaron a él y le lamieron las manos. Unas mujeres cruzaron el patio cantando.
-¿Y por qué no? -murmuró al fin-. Morir en la Plaza o en otro sitio, ¡qué más da!