Jorge Bustos
Amanecimos en lo de Alberto bien tarde por estarnos la víspera hasta las tantas jugando al póker, aunque yo me caía de sueño y me dejé ganar apostando a lo bobo. Total, hubiera perdido lo mismo porque no me entra chamba últimamente. Palmé 15 barbos líquidos. Luis y yo nos metimos dos cafés, me calé la gorra y me embutí el chaleco y un forro por si las moscas, pero la mañana resultó más de primavera que de octubre mediado. Al llegarnos donde los otros, Jaime ya había caído una perdiz y Jesús y su padre, que estaban con la Nuca, habían hecho una faisana y no sé cuántas cosas más, así que me fui con ellos.
Caminábamos algo abiertos en abanico con la escopeta terciada por entre los surcos de los trigales en barbecho, y de cuando en vez la Nuca se quedaba puesta y sabíamos de fijo que había olido al conejo. Uno se me arrancó pero Nuca le iba detrás muy seguido, sin ceder metros, y Jesús me avisó que no tirase. Luego una liebre salió del encame en mis mismas narices y la marré porque tiendo a dejarme el tiro atrás. La perdigonada sacó mucho humo de un terrón tierno, destripado. Pero la tercera fue la vencida. Dorada y gorda se echó a correr otra liebre en línea paralela con mi escopeta y sin mucho pensar me eché el arma a la cara y le partí la pata trasera al primer disparo. La Nuca fue a quitarle el sufrimiento y me la trajo, porque como dice Jesús, el que mata cuelga. Me la colgué en la bolsa espaldera del chaleco y notaba en los riñones el peso caliente del animalillo, lo que no deja de dar un no sé qué. Seguimos beneficiándonos de la buena forma de la Nuca, que de cada mata de encina sacaba casi media decena de conejos.
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Amanecimos en lo de Alberto bien tarde por estarnos la víspera hasta las tantas jugando al póker, aunque yo me caía de sueño y me dejé ganar apostando a lo bobo. Total, hubiera perdido lo mismo porque no me entra chamba últimamente. Palmé 15 barbos líquidos. Luis y yo nos metimos dos cafés, me calé la gorra y me embutí el chaleco y un forro por si las moscas, pero la mañana resultó más de primavera que de octubre mediado. Al llegarnos donde los otros, Jaime ya había caído una perdiz y Jesús y su padre, que estaban con la Nuca, habían hecho una faisana y no sé cuántas cosas más, así que me fui con ellos.
Caminábamos algo abiertos en abanico con la escopeta terciada por entre los surcos de los trigales en barbecho, y de cuando en vez la Nuca se quedaba puesta y sabíamos de fijo que había olido al conejo. Uno se me arrancó pero Nuca le iba detrás muy seguido, sin ceder metros, y Jesús me avisó que no tirase. Luego una liebre salió del encame en mis mismas narices y la marré porque tiendo a dejarme el tiro atrás. La perdigonada sacó mucho humo de un terrón tierno, destripado. Pero la tercera fue la vencida. Dorada y gorda se echó a correr otra liebre en línea paralela con mi escopeta y sin mucho pensar me eché el arma a la cara y le partí la pata trasera al primer disparo. La Nuca fue a quitarle el sufrimiento y me la trajo, porque como dice Jesús, el que mata cuelga. Me la colgué en la bolsa espaldera del chaleco y notaba en los riñones el peso caliente del animalillo, lo que no deja de dar un no sé qué. Seguimos beneficiándonos de la buena forma de la Nuca, que de cada mata de encina sacaba casi media decena de conejos.
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