Francisco Javier Gómez Izquierdo
La final de la Europa League, la Europalí para todos, resultó mas bien sosota: "...la caló, el respeto mutuo, lo mucho que se jugaban..." Eso sería. He seguido la trayectoria del Eintracht desde octavos y a pesar de la faena al Betis, me empezó a caer bien cuando vistió de blanco el Camp Nou, no por querencia hacia el Real Madrid, sino por padecer indigestión azulgrana con sus pesadas exquisiteces propias y sus desprecios casi delictivos hacia los esforzados afanes ajenos. Los que saben del asunto lo daban perdedor en octavos, cuartos y semifinales. Ante la final moderaron sus impulsos sentenciadores y se habló de igualdad y fuerzas parejas. A mí los del Eintracht me fueron ganando la voluntad, primero por el incisivo lateral Knauff, que por lo que dicen los locutores ni es lateral y además carece de técnica; por el zurdo Kostic, que lleva y centra la pelota con esa elegancia con la que los dioses del fútbol distinguen a los zocatos de los diestros, haciéndolos como más preferidos; por el austríaco Hinteregger, un central gigantón que no pudo jugar; por Borré, que no lo hizo tan mal en el Villarreal, pero sobre todo por Trapp, el portero que coincidió en Barcelona con un paisano llamado Aitekin que hizo todo lo que estuvo en su silbato para destrozar su buen nombre.
Trapp, quizás no fue lo mejor de la final, pero en lo estrictamente futbolístico, sí. Lo más espectacular de la final de anoche estuvo en las gradas del Sánchez Pizjuán en una exuberancia de coloridas aficiones: azul moteado de naranja la escocesa y un blanco reventón la alemana. Aficionados que como no cabían todos en Sevilla, alguno tuvo que recogerse a dormir en los alrededores. Esta mañana en mi preceptiva caminata me he encontrado una docena de escoceses en la calle Alfaros. Luego destaco al señor Slavko Vincic, que tiene nombre de villano de película pero que me reconcilió con los buenos árbitros. Escasos, pero existen. Un tío nada pamplinoso, que ignoró las personales que han puesto de moda los tiempos modernos y que no acudió a la llamada del VAR por uno de esos hallazgos en el área a los que los Iturraldes son tan dados. Creo que estaba Hernández Hernández en el aparato.
Esta final estaba predestinada a ser una reivindicación de Kevin Trapp y con sólo dos paradas, descomunales, eso sí, lo que venía ya dispuesto se consumó. Los ayudantes del entrenador Glasner besaban, reían y parecían depositar toda su confianza en el cancerbero de Nuremberg antes de los lanzamientos, mientras con McGregor, su rival en la portería, con los cuarenta cumplidos no parecían querer cuentas ni las cámaras ni el realizador de la televisión que transmitía el encuentro. Todos marcaron menos Ramsey, el más famoso del Rangers dirán en Glagow. Trapp paró el penalty que valía una final dirán en el París de la Francia en el que jugó; lo mismo que en Barcelona donde padeció persecución por Aitekin y por supuesto lo mismito que dirán en la Alemania toda, orgullosa de la rehabilitación de un buen portero.
La final de ayer me recuerda que me tengo prometido a mí mismo asistir a un Celtic-Glasgow Rangers por ser uno de las tareas a cumplir por todo buen aficionado que se precie. Si les confieso que me sentaría junto a los del trébol de cuatro hojas entenderán que me alegro del triunfo del Eintracht, un club que se me ha hecho simpático en este 2022.
Pues nada, enhorabuena y que disfruten festejando.