Thomas Huxley
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Saint-Simon
y Comte (por cierto, el de “les morts gouvernent les vivants”) son dos
liberales estatalistas cuyo estatalismo palidece ante el del liberalio
hispánico, que dice “funeral de Estado” (¡Estado! ¡Estado! ¡Estado!) como quien
dice “Pamplona” (¡viva san Fermín!) con una madalena en la boca.
Aceptar
el “funeral de Estado” es aceptar que el Estado se haga cargo, también, de lo
nuestro en el otro mundo. ¿Con qué garantía? ¡Con la del Estado! Ahí está la
flamante doctrina del Supremo según la cual, si en vida no has separado los
poderes (sea lo que fuere para el Supremo separar los poderes, que yo no lo
sé), tus restos mortales pasan a ser, con el aplauso liberalio, propiedad del Estado.
En la guerra,
Santayana observó que los ingleses hablaban de la muerte de un modo bastante
falso, casi alegremente, “como si se tratara de una excursión a Brighton”. El
liberalio español, en cambio, habla de la muerte de un modo bastante verdadero,
casi tontamente, como si se tratara de una semana de vacaciones en Gandía, y
cree que al decir “funeral de Estado” renueva el triunfo del Estado frente a la
Iglesia.
–Gott
ist tot! –saludará en Bruselas, con guiñado de ojo, Pons, liberalio de frase
corta, a los lansquenetes de frau Merkel.
El liberalio
se prosterna ante el Estado Providencia socialdemócrata (“¡El Estado es Dios!”)
porque lo sabe heredero de la iglesia como institución de caridad que ofrece la
salvación merced a su mediación.
El
liberalismo político serio es laico, pero no antirreligioso. El liberalio
patrio, sin embargo, prefiere declararse agnóstico, término inventado por
Thomas Huxley, el “bulldog de Darwin”.
–Un
agnóstico –decía– es lo contrario de un gnóstico.
Ser
agnóstico permite al alcalde de Madrid no tener que explicar por qué sus “rangers”
tomaron como si fuera la Colina de la Hamburguesa una misa de Resurrección (¡el
triunfo sobre la Muerte, para el creyente!) en la parroquia de San Jenaro, ajustada
como un guante al decreto de Alarma.