ABC, 21 de Julio de 1999
Ignacio Ruiz Quintano
León mexicano, o «felis concolor», llamaba Octavio Paz a José Luis Cuevas. Entre los «Animales Impuros» que Cuevas, el puro talento, imaginó sobre otros tantos poemas de José-Miguel Ullán, la inteligencia pura, no figura el cochino, «quasi coquino», según el Covarrubias, por ser animal que nació para la cocina y la gula. ¡Fisga de imaginaciones! Dicen que en México, cuando el Indio Fernández tenía hambre, para no venderle al Gobierno su casa de Coyoacán decía: «Pueblo soy y a mi tierra me arraigo». «Pero, ¿para qué la quieres, si te estás muriendo de hambre?» «Pues para morirme a mis anchas».
Pero el Indio tuvo que marchar al festival de Cannes, y una brigada gubernamental se presentó en la calle de la Dulce Olivia [Olivia de Haviland] para derribar la barda de su jardín. Había que hablar con un tal Uruchurto, que daba las órdenes, antes de que regresara el ogro y viera su casa destrozada. Alguien se lo dijo a Adela, la hija del Indio: «Si va a ver a Uruchurto, no deje de llevarle un regalito, algo de valor, porque las cosas así se arreglan en México». Se puso a ver qué podía llevarle, y no se atrevía a agarrar ninguna de las piezas prehispánicas. De un vecino que medía la utilidad por la suculencia surgió una solución: «Pues llévele el marrano que han estado engordando desde hace dos años. Total, se pierden unas carnitas, pero de seguro que se arregla el asunto. No hay mejor regalo que un marrano». La muchacha consiguió una camionetita para transportar a «Alfonsino», tan gordo que apenas podía estirar una pata, que hubiera sido un jamón. «Eso sí, le dimos una buena bañada y le pusimos un moño rojo». Mas no los dejaron entrar en las oficinas de Uruchurto, y Adela dejó el marrano con una cartita: «Para Uruchurto, de parte del Indio Fernández». Nunca se supo del cochino, pero los covachuelistas de Uruchurto trazaron la calle sobre el jardín del Indio, llevándose por delante dos murales de Diego Rivera. «¿Qué me van a indemnizar?», voceaba luego el Indio, dándose los paseos de un tigre que tuviese bolsillos en el pantalón. «Ahora que me resuciten a Diego para que me reponga los murales.»
A Diego, el del pistolón al cinto «para orientar a la crítica», no lo resucitó nadie, aunque en la Tate Gallery de Londres el mundo asiste hoy al resurgimiento del arte del escándalo con un espectáculo, «Abracadabra», en que las ardillas se suicidan a lo Fígaro para estupor de los espectadores, que van a la exposición como iba Rubén, que era otro indio, a la casa de Mariano de Cavia: dispuestos a purificarse. Cavia abría uno de sus balcones, y, señalándole a Rubén el de Larra entre los de la casa de enfrente, decía: «Cada vez que me asomo, veo allí una página de gran filosofía». La filosofía cartesiano-leíbniziano-wolffiana sería el fundamento mental de este «Abracadabra» londinense que, curiosamente, tampoco incluye al cochino, cuya imagen de patriarcal socarronería campesina no pega mucho, por lo visto, con la idea que un público cosmopolita tiene de lo tremebundo.
¿Quieren tremebundez? En Canadá, por ejemplo, creen haber dado, mediante la manipulación genética, con el «ecochino», o cochino ecológico, que huele a esas rosas shakesperianas de cuyo «suave morir nacen las más tiernas fragancias». Una mariconada, al lado de la «solución final» a la española, según la cual, si los cochinos huelen un poco a peste, los enterramos vivos, como a los currantes en cuanto cumplen los 39 años, y con la coartada evangélica de la piara gerasena, que fue arrojada al mar por librarla de los demonios. Es la Tercera Vía, que avanza hacia la sociedad epicúrea y sonriente de las prejubilaciones con un Estado-Circe que nos echa de comer fabucos, bellotas y el fruto del cornejo hasta el día en que nos dan una buena bañada y nos ponen el moño rojo de «Alfonsino» para abandonarmos con una cartita de soborno en las oficinas de Uruchurto, que es el futuro.
Pero el Indio tuvo que marchar al festival de Cannes, y una brigada gubernamental se presentó en la calle de la Dulce Olivia [Olivia de Haviland] para derribar la barda de su jardín. Había que hablar con un tal Uruchurto, que daba las órdenes, antes de que regresara el ogro y viera su casa destrozada. Alguien se lo dijo a Adela, la hija del Indio: «Si va a ver a Uruchurto, no deje de llevarle un regalito, algo de valor, porque las cosas así se arreglan en México». Se puso a ver qué podía llevarle, y no se atrevía a agarrar ninguna de las piezas prehispánicas. De un vecino que medía la utilidad por la suculencia surgió una solución: «Pues llévele el marrano que han estado engordando desde hace dos años. Total, se pierden unas carnitas, pero de seguro que se arregla el asunto. No hay mejor regalo que un marrano». La muchacha consiguió una camionetita para transportar a «Alfonsino», tan gordo que apenas podía estirar una pata, que hubiera sido un jamón. «Eso sí, le dimos una buena bañada y le pusimos un moño rojo». Mas no los dejaron entrar en las oficinas de Uruchurto, y Adela dejó el marrano con una cartita: «Para Uruchurto, de parte del Indio Fernández». Nunca se supo del cochino, pero los covachuelistas de Uruchurto trazaron la calle sobre el jardín del Indio, llevándose por delante dos murales de Diego Rivera. «¿Qué me van a indemnizar?», voceaba luego el Indio, dándose los paseos de un tigre que tuviese bolsillos en el pantalón. «Ahora que me resuciten a Diego para que me reponga los murales.»
A Diego, el del pistolón al cinto «para orientar a la crítica», no lo resucitó nadie, aunque en la Tate Gallery de Londres el mundo asiste hoy al resurgimiento del arte del escándalo con un espectáculo, «Abracadabra», en que las ardillas se suicidan a lo Fígaro para estupor de los espectadores, que van a la exposición como iba Rubén, que era otro indio, a la casa de Mariano de Cavia: dispuestos a purificarse. Cavia abría uno de sus balcones, y, señalándole a Rubén el de Larra entre los de la casa de enfrente, decía: «Cada vez que me asomo, veo allí una página de gran filosofía». La filosofía cartesiano-leíbniziano-wolffiana sería el fundamento mental de este «Abracadabra» londinense que, curiosamente, tampoco incluye al cochino, cuya imagen de patriarcal socarronería campesina no pega mucho, por lo visto, con la idea que un público cosmopolita tiene de lo tremebundo.
¿Quieren tremebundez? En Canadá, por ejemplo, creen haber dado, mediante la manipulación genética, con el «ecochino», o cochino ecológico, que huele a esas rosas shakesperianas de cuyo «suave morir nacen las más tiernas fragancias». Una mariconada, al lado de la «solución final» a la española, según la cual, si los cochinos huelen un poco a peste, los enterramos vivos, como a los currantes en cuanto cumplen los 39 años, y con la coartada evangélica de la piara gerasena, que fue arrojada al mar por librarla de los demonios. Es la Tercera Vía, que avanza hacia la sociedad epicúrea y sonriente de las prejubilaciones con un Estado-Circe que nos echa de comer fabucos, bellotas y el fruto del cornejo hasta el día en que nos dan una buena bañada y nos ponen el moño rojo de «Alfonsino» para abandonarmos con una cartita de soborno en las oficinas de Uruchurto, que es el futuro.
José-Miguel Ullán
Es la Tercera Vía, que avanza hacia la sociedad epicúrea y sonriente de
las prejubilaciones con un Estado-Circe que nos echa de comer fabucos,
bellotas y el fruto del cornejo hasta el día en que nos dan una buena
bañada y nos ponen el moño rojo de «Alfonsino» para abandonarmos con una
cartita de soborno en las oficinas de Uruchurto, que es el futuro