sábado, 25 de enero de 2014

Scorsese




Ignacio Ruiz Quintano
Abc

    Scorsese es el Mourinho del cine.

    (Aunque ahí está Tarantino, haciendo de Simeone).

    Mourinho del cine… o de lo queda del cine, que es un libro (el libro de los que no leen libros) muerto.
    
Los truños del “cinéma engagé” nos echaron de los cines, que tuvieron que cerrar o encogerse para subsistir. Y anoche, al reclamo de Scorsese, entré a uno de estos cines encogidos para ver “El lobo de Wall Street”.

    En la sala, rosas y monteros, con su frase de camiseta en la boca y su cajón de palomitas en la mano. Y un personaje del caso Bárcenas con un amor de Swan. Y un rockero de vida espiritual alentada por Scorsese y Jimmy Page.

    Para la cultura socialdemócrata, donde todo es catequesis (ética, que viene del griego, o moral, que viene del latín), Scorsese es un hereje, y la herejía, como decía Cocteau, es una calumnia religiosa, razón por la cual los curitas de la crítica juzgan sus películas con el cuenco de la mano preparado (“armar la pierna”, se dice en el fútbol) para el capón moral. Uno de ellos, Jordi Costa, ya en edad y condición preciosa de “avi” (abuelo catalán que tiene la función de segregar sobre aquella cuestión que se le asigna la sugestión de su patriarcalismo), se niega a pronunciar el nombre de Scorsese… “por violento”.
    
Esta devastación cultural se aprecia en las reacciones del espectador, que se agita (incómodo) y carraspea (nervioso) ante los pellizcos de monja de Scorsese al nalgatorio de la corrección política.

    En la sociedad más corrupta que se recuerda, el público ha estado en un tris de ovacionar, como los niños en los títeres, al honrado madero que arresta a Di Caprio por vender preferentes, no a los ricos, “que son más listos”, sino a los pobres, cuyo dinero “lo gasto yo mejor que ellos”.
    
Pero tres horas de lobo de Wall Street se te hacen más cortas que sólo el primer plano de una película española. Y eso que (Di Caprio al margen) faltan (en Hollywood) Joe Pescis… y Sharon Stones.