Ignacio Ruiz Quinrtano
Abc
Sólo un amigo podía volver a meterme en una sala de cine: se llama Ricardo Sánchez Montero y lo hizo la otra noche para que viéramos un documental en que ha trabajado: “Gil Parrondo, desde mi ventana”.
Gil Parrondo es el gran director artístico de la historia del cine español. Natural de Luarca, como el Nobel del ácido ribonucleico en Nueva York o el rey del chuletón de buey en el barrio de Embajadores, y tiene 92 años, que a mediados de 2014 serán 93.
–Será como mi última curva en el camino –nos dijo, poniéndose barojiano, antes de ponerse woodyallenesco para avisar de que este último tramo piensa andarlo bien despacio.
–Caminaré por el Valle de las Sombras –se decía Boris Gruchenko en un mal rato–. Rectifico: correré, que salgo antes.
La sala, para empezar, estaba llena, con el valor que en Madrid hay que echar para ir al Matadero y estarse allí quieto y a oscuras.
El lleno llenó de energía a Gil Parrondo, que nos llenó a los demás de buen humor con sus historias y sus proyectos, cosas de Machado y Picasso: paradas, como todo en España.
La clave de su vitalismo, pues, no es Nietzsche, sino el humorismo y un trébol de cuatro hojas (“¡esto sí trae suerte!”) que conserva en un libro.
La penuria de hoy hace más lacerante el recuerdo de la opulencia de ayer, cuando los falleros valencianos podían reconstruir para Ava Gardner Pekín en Las Rozas, o en Chamartín, el Imperio Romano para Stephen Boyd.
Algo tendrá este hombre, cuando en plena guerra, con quince años, conseguía olvidarse de comer en Madrid, capital del hambre, viendo claquear a Fred Astaire en sus comedias de teléfonos blancos.
Y me quedé con dos cuentos: el de que lo mejor del cine es la localización de exteriores y el del labriego castellano que se negó a alquilar, ni por el mayor dineral, su sembrado de arvejos porque el sentido de su vida consistía en abrir cada mañana la ventana y oír a los arvejos crecer.
La ventana de Gil Parrondo.