sábado, 11 de enero de 2014

La barbarie de los programas de cocina

(Colección Look de Té)


Jorge Bustos

Todo lo empezó Ferrán Adrià, cuyo restaurante postinero era frecuentado por respetables hombres de letras de la derecha y de la izquierda –a partir de los 3.000 euros al mes se suavizan todos los extremos ideológicos: las dos Españas quedan perfectamente soldadas–, personas que sabían conversar. Personas que habrían leído El libro de la cocina española de Néstor Luján, quien postuló en este autorretrato esa necesaria correlación entre las funciones vitales de nutrición y relación: “Me gusta comer, beber, hablar con los amigos, y no creo haber sido un mal conversador. Soy enemigo de la intolerancia y de la perfección, de los predicadores de las dietas y de los administradores de las depresiones saludables. Adoro a la gente inteligente, porque pienso, alarmado, que tener ideas pronto será considerado como una enfermedad de psiquiatra”. Pero Arguiñano jamás será capaz de balbucear nada parecido a esto, y al genial Adrià –decimos genial Adrià como decimos bella Afrodita– una noche de juventud se le cayó toda su capacidad dialéctica en el puchero del nitrógeno líquido.

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