Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Los franceses, nunca acostumbrados a su mediocre vida republicana, se pasaron los 80 vendiéndonos que la posmodernidad era el fin de los grandes relatos, pero en España, país posmoderno hasta en la sacristía, ya nos encaminamos hacia la Segunda Transición, y eso merece otra amnistía.
–América es una amnistía –le dijo a Foxá un jesuita argentino, pero la amnistía es la gran fruición sentimental de los españoles.
En su “Vida” (más amena que la de Belén Esteban), Cellini confiesa tres muertes que cometió, una de ellas en la presencia del Papa, quien, como reproche, “lo miró con severidad”, que ya es más que lo que aquí hace Uriarte, el monseñor de los ojos de Garfield, con los matarifes del póster de Durango, en cuyo matadero se escenificó la clausura de la Primera Transición, con su amnistía para los etarrillas que habían matado en la Dictadura.
Y para los etarrillas que han matado en la Democracia estaría la amnistía de la Segunda Transición, como a voces se pidió en la marcha silenciosa de Bilbao (Día del Orgullo Criminal, para un tuitero) por los derechos humanos, la paz, el bulevar y la órdiga de la izquierda plural, que tiene por primos zumosoles a los carniceros del trampantojo duranguense.
–El español quiere ser generoso –explica mi ensayista–, pero todo español tiene, en programa, una genérica y teórica amnistía, desvirtuada con tres o cuatro exclusiones pasionales y personalísimas, para las que reserva la tremenda expresión amenazante: “Hay que tener memoria”.
Todavía en febrero del 36 Alcalá Zamora se asombra en su diario porque la izquierda muestra “con insensato rencor” que la amnistía (por el golpe del 34) es una fase más de la guerra civil: “Obtiene la impunidad para los suyos, procura extenderla a los crímenes comunes con el pretexto de ser conexos y pretende que se castigue severamente… a Gil Robles”, que no ejercía autoridad en la fecha.
–En cuanto al país, les tiene sin cuidado.