martes, 7 de abril de 2015

Rothko, Chillida y Freud en Las Ventas

 El desconchón y el churrete

José Ramón Márquez

Con tanto lío de Fandiño, de Eugenio de Mora, de que si se llena la Plaza o se queda a medias, de que si los toros tienen que embestir o meter miedo, hay que ir a Sevilla para acordarse de lo principal que, como se nos enseñaba en la Enciclopedia Dalmau Carles, es el aseo. En Sevilla, con los Maestrantes encima, la Plaza está como un joyero de limpia y de pintada, de aseada, de guapa. Parece que la hubiesen acabado de hacer anteayer. Unos señores armados de unas brochas y unos cubos de pintura van repasando las paredes, las barandillas, las barreras, los burladeros; otros peinan la arcilla, la tierra de albero que hay en el ruedo, y la dejan como si nunca antes hubiese sido hollada por un pie, un casco, una pezuña. Miras arriba y ves la bandera de los maestrantes, tan blanca, tan aseada, miras abajo y no ves un papel… como si un arte mágico la mantuviese impoluta, impecable, virgen.

En comparación a eso, y acaso para establecer una diferencia de las que se notan, en Madrid tenemos a ese delicioso Abeya, paladín de la cultura que, por no copiar a los sevillanos y buscar su propio camino, ha optado por echarse en brazos del “Arte povera”. Abeya no desea la cosa facilona de que las gentes lleguen a la Plaza y despachen el asunto con un frío e impersonal: “¡qué bonita y limpia está!”, él demanda de manera plenamente consciente la intervención del público, la toma de partido, la toma de posición entre el objeto y su forma, y por eso propone un modelo de extremismo basado en valores marginales y pobres; y donde los sevillanos ponen una simple capa de pintura, él sugiere múltiples capas sucesivas en las que juega con gamas de tonalidades; y donde los sevillanos ponen un poco de argamasa, Abeya propone el desconchón y el chorretón, como queriendo que el espectador penetre hacia el interior de la propia esencia de la Plaza, que no se quede deslumbrado por el brillo de lo aparente y profundice hacia las interioridades de la materia de la que la obra está hecha. Abeya, un esteta a fin de cuentas, no consiente el brochazo uniforme y pastueño, le encanta la confrontación de los colores en la misma gama y tiende un emocionante homenaje al White over Red de Mark Rothko junto a la puerta de acceso al tendido alto del 9 en una brillantísima composición lineal, Red over Red, como de sarampión subido; y luego, en un inteligente guiño, se enfrenta al  óxido en el hierro de las barandillas y donde algunos sólo son capaces de ver la acción del oxígeno sobre el metal, Abeya traza, sublime, el recuerdo emocionado a Chillida en aquella rocambolesca historia con su Topos IV (hierro y óxido), que fue sustraída de una galería y vendida como chatarra a 0.22€ cada uno de sus 150 kilogramos de peso.

Y luego, las puertas. Otra de las obsesiones abeyanas. Según Freud la puerta representa a la mujer y sus órganos genitales y Jung ve en ellas algunas aperturas del cuerpo, pero también les atribuye un simbolismo espiritual en el que la puerta represen­ta las oportunidades y los proyectos. En Abeya la puerta permanece cerrada, la de bajar a la calle, y mantiene un cancerbero en el acceso que avisa de que está averiada… ¿averiada tras seis meses de inactividad en la Plaza?... y además ¿una mujer custodiando la bajada para impedir llegar a dicha puerta? El planteamiento de la sutil propuesta de Abeya es, simplemente, escalofriante y nos sumerge en los más intrincados vericuetos de la siqué. El hecho de que la puerta, además,  no reciba un solo cuidado, de que se deje su materia expuesta de manera casual a las inclemencias ambientales y al orín de las mascotas eleva de manera neta el carácter simbólico del arcano que construye Abeya sobre la pulsión del deseo y de su ocultación, lucha de luz y sombra entre el inside y el outside, el metisaca como aquél que dice. Y un poco más allá, como fabulando los sueños, la puerta chiquita que Abeya horada junto al patio de caballos. Puerta enana de Imaginarium, acceso recóndito al guadarnés, puerta trasera de escape o de secreto ingreso horadada en el magnífico muro de mampostería, minimalismo del aparejo de ladrillo vulnerado por la mano abeyesca en su más magna obra, la que legará a las venideras generaciones, demolición y cargadero planteados para perpetuar la memoria de aquél que amó tanto a la Plaza de Las Ventas que no hizo nada por conservarla y que en sus postreros momentos practica un orificio a un muro, casi una capilla diríamos, en un purísimo afán de trascendencia.

Y por último, la bandera. Abeya, hombre internacionalista y mundano, ha conseguido reducir el simbolismo de la bandera, rebajando su significación a la de trapo negruzco y deshilachado. Para el inicio de la temporada se nos obsequió con un jirón en la banda roja inferior de difícil explicación simbólica, como no sea la de la oculta pulsión de que esa banda roja inferior desaparezca para ser sustituida por otra banda y otro color. 

Es difícil intentar abrirse paso por la mente de un personaje tan complejo y tan sutil, empeñado constantemente en proponer tantos emblemas, tan elaborados juegos de significación, de pura cultura, de pura civilización. Imaginamos constantemente a Abeya en momentos fecundos para el hombre, poniendo su inteligencia al servicio de las más diversas causas: en la Florencia del siglo XV, entre los Médici y los condotieri, impulsor del arte y de la diplomacia,  entre los Padres Fundadores de la nación Americana, apostillando con sabiduría la Constitución de las colonias; en el Concilio de Trento, poniendo sus palabras junto a las de Diego Laínez; junto al Conde Duque de Olivares como vicealcaide del Alcázar de Sevilla… qué se yo… y por eso es que muy a menudo nos preguntamos:

 -¿Por qué, Dios mío, nos le has tenido que poner en esta época nuestra y no en cualquier otra de las de la Historia, contando desde la cueva de Altamira?
 Red over red
Homenaje a Rothko

 Recuerdos de Chillida

 La puerta cerrada

 Intemperie y orín

 La puerta chiquita

El muro vulnerado