No crea usted que fue ningún episodio divertido.
Al día siguiente de morir mi padre, cierto señor, amigo de mi familia, me preguntó:
-¿Qué piensas hacer?
-Trabajar.
Yo era un rapaz de quince años, y unos cuantos días antes me preparaba, lleno de ensueños, para marchar a la Universidad de Compostela; pero había sabido afrontar mi nueva situación con la valentía que da el desconocimiento del mundo.
-¿Vas a trabajar en seguida?
-Mañana, si pudiese ser.
-Puede ser: yo te procuraré ocupación.
Nuestro amigo se presentaba candidato a la Diputación Provincial. Su oficina electoral estaba en un piso bajo de la calle del Orzán, de La Coruña, que antes había ocupado una tintorería, y conservaba un extraño olor desagradable. Allí vi por primera vez el rostro asqueroso y vulgar del trabajo. Me hicieron sentar ante una mesa forrada de hule, roto y deshilachado. Mi ocupación consistía en cubrir sobres. Un pobre diablo, sentado frente a mí, me iba dictando:
-Pedro Mantiñán, jornalero, Cormelana, 8...
Este pobre diablo fue el ser más extraño que vi en mi vida. Su chaleco estaba hecho de un trozo de alfombra, el pantalón no se atrevía a descender hasta las sucias botas, y la americana no tenía un solo botón. Era un esqueleto con barba de seis días. Olía a aguardiente, y me confesó que no trabajaba nunca más que en esa época de elecciones y en tal cual temporería. En aquellos tiempos, según comprobé después, había muchos hombres que no eran nunca más que temporeros y vivían un año con la ridícula ganancia de un mes.
Aquel hombre guardaba colillas en todos los bolsillos, limpiaba las plumas en la cabeza y me invitó muy amablemente a comer obleas. También comía papel secante y barras de lápiz.
Le aseguro a usted, amigo mío, que aquel día tuve un profundo miedo a la vida. ¿El trabajo era aquello? ¿Una cosa tan inútil, tan sucia, tan mezquina, tan melancólica?
Había aceptado aquella labor sin consultarlo con nadie, en una natural impaciencia de ser útil. Cuando se enteraron, no me dejaron volver. Mi protector me pagó cinco reales por día de trabajo. Puedo afirmar que la primera peseta que gané no es para mí de recuerdo grato. Si usted me hubiera preguntado por mi primer duro, le hubiese podido contar algo más lírico.
CÓMO Y CUÁNDO GANÓ USTED LA PRIMERA PESETA? / F. GÓMEZ HIDALGO
Al día siguiente de morir mi padre, cierto señor, amigo de mi familia, me preguntó:
-¿Qué piensas hacer?
-Trabajar.
Yo era un rapaz de quince años, y unos cuantos días antes me preparaba, lleno de ensueños, para marchar a la Universidad de Compostela; pero había sabido afrontar mi nueva situación con la valentía que da el desconocimiento del mundo.
-¿Vas a trabajar en seguida?
-Mañana, si pudiese ser.
-Puede ser: yo te procuraré ocupación.
Nuestro amigo se presentaba candidato a la Diputación Provincial. Su oficina electoral estaba en un piso bajo de la calle del Orzán, de La Coruña, que antes había ocupado una tintorería, y conservaba un extraño olor desagradable. Allí vi por primera vez el rostro asqueroso y vulgar del trabajo. Me hicieron sentar ante una mesa forrada de hule, roto y deshilachado. Mi ocupación consistía en cubrir sobres. Un pobre diablo, sentado frente a mí, me iba dictando:
-Pedro Mantiñán, jornalero, Cormelana, 8...
Este pobre diablo fue el ser más extraño que vi en mi vida. Su chaleco estaba hecho de un trozo de alfombra, el pantalón no se atrevía a descender hasta las sucias botas, y la americana no tenía un solo botón. Era un esqueleto con barba de seis días. Olía a aguardiente, y me confesó que no trabajaba nunca más que en esa época de elecciones y en tal cual temporería. En aquellos tiempos, según comprobé después, había muchos hombres que no eran nunca más que temporeros y vivían un año con la ridícula ganancia de un mes.
Aquel hombre guardaba colillas en todos los bolsillos, limpiaba las plumas en la cabeza y me invitó muy amablemente a comer obleas. También comía papel secante y barras de lápiz.
Le aseguro a usted, amigo mío, que aquel día tuve un profundo miedo a la vida. ¿El trabajo era aquello? ¿Una cosa tan inútil, tan sucia, tan mezquina, tan melancólica?
Había aceptado aquella labor sin consultarlo con nadie, en una natural impaciencia de ser útil. Cuando se enteraron, no me dejaron volver. Mi protector me pagó cinco reales por día de trabajo. Puedo afirmar que la primera peseta que gané no es para mí de recuerdo grato. Si usted me hubiera preguntado por mi primer duro, le hubiese podido contar algo más lírico.
CÓMO Y CUÁNDO GANÓ USTED LA PRIMERA PESETA? / F. GÓMEZ HIDALGO