Jorge Bustos
El Lavatorio de Tintoretto es un cuadro de una
belleza literalmente indescriptible. Mezcla demasiados motivos,
contrasta distintas tentativas, apunta diferentes vías sin decidirse por
ninguna. Es un lienzo misterioso y diáfano a un tiempo, calmo y tenso a
la vez. Al pintor le encargan escenificar el clímax narrativo de la
Biblia, que ocupan las horas previas al prendimiento de Jesús,
pero lo ubica en una estancia de suntuosidad pagana, de gusto clásico.
Ese primoroso pavimento de octógonos azulados y rombos malvas evoca la
villa de un patricio romano, y los órdenes de las columnas y arcos que
cierran el fondo informan de la vigencia irrenunciable del canon
grecolatino. La mistificación manierista culmina en un patio abierto a
un inverosímil canal veneciano, armonioso y platónico. ¿De dónde
proviene entonces la incongruente sensación de drama que nos acomete al
mirar?

