José Ramón Márquez
Lo de Sevilla en Resurrección ya es de mofa. Los tíos han tomado la costumbre de montar un espectáculo de performance al que llaman ‘corrida de toros’ con unos supuestos toros (sic) que da asco verlos, y con los de siempre, los que toquen según venga el aire, para la cosa del compadreo, léase arte, con el toro (sic).
En esa especie de auto de fe laico andan también por allí los Maestrantes, con su inseparable americana blazier azul con botones dorados, la de las grandes ocasiones, y los aficionados de aquí y de allí que se perfuman lo que pueden con inexplicables ramos de romero y que se acomodan en los tendidos a la espera de que mane el arte en la Plaza de Toros (ahora, cuando he estado en Sevilla, me he enterado, a mis años, de que no se llama ‘La Maestranza’, que ese nombre es cosa de madrileños, que su auténtico nombre en dialecto sevillí es el de Plaza de Toros). Y, sin embargo, pese a todos esos exquisitos mimbres tan selectos, año tras año lo que brota del Arenal es una fanegada de cardos borriqueros de no te menees.
No hace tanto tiempo que la Feria de Abril -ignoro si eso tiene también un particular nombre sevillí- finalizaba taurinamente el Lunes de Resaca con la corrida de Guardiola, la de María Luisa Domínguez Pérez de Vargas. La quitaron porque hubo una serie de años que la cosa no salió como debía. Si aplicasen la misma regla para medir a Resurrección, deberían haberla extinguido hace un lustro y haberla sustituido por un espectáculo más acorde a las expectativas del respetable, digamos por alguna Bullfight LocoMía, show que se compadece mucho más con lo que espera la mayoría de los que cansinamente asisten, año tras año, a ese festival antitaurino, feria provinciana de las vanidades en esa célebre Plaza de Toros a la que, al parecer, los madrileños llamamos Maestranza, en la que, burla burlando, dime de lo que presumes y te diré de lo que careces, el único toro que hay en ella frecuentemente es el que está colocado en la clave del arco de la Puerta del Príncipe -ignoro si hay nombre local específico para dicha puerta-.
Podríamos decir que esta corrida sin ton ni son, ad maiorem artis gloriae, es una forma de daño colateral y necesariamente alguna vez habrá que señalar la parte de culpa que le corresponde en ello a ese gran torero que fue Curro Romero, bajo cuya advocación se amamantó a una legión de buscadores de pellizcos y detenedores del tiempo, a esa falsa sevillanía de impostada sensibilidad y de la peor ralea que no sé cómo ha conseguido transformar el coso del Baratillo -creo que este nombre también es aceptable- en un monumento al kitsch, en un Las Vegas del toreo, y hacer tan falso todo en la centenaria Plaza como lo es esa Venecia de pega, con góndolas y todo, que hay en el Palazzo del strip.
Que el domingo en Sevilla no pasase nada más que unas supuestas verónicas que alguien le dio al lechazo del anuncio de El Ventero, que puestos a elegir una Verónica yo me quedo con la que sale en la Estación de Penitencia con El Valle, es justamente lo que se esperaba; que el encierro que echaron tuviese más que ver con el anuncio del Norit con los corderos rozando las sedas y haciéndole mohínes a los percales, es lo que la sevillanía rampante demanda; que en el papel de toreros saliesen tres flores de invernadero a la búsqueda de que la inspiración les pillase despiertos, es lo que el cartel prometía a los cuatro vientos.
Todo lo comprendemos.
Podemos comprenderlo todo, porque este Día del Orgullo Antitaurino se mueve en esas coordenadas. Pero, por más vueltas que uno le da, hay algo que no se acaba de entender: ¿qué demonios hace año tras año toda la crítica de Madrid en la charlotada de Resurrección en la Plaza de Toros de Sevilla?
Morante parando relojes
Curro no chicueleaba porque una vez lo hizo y al acabar
no sabía ni dónde estaba el torete ni dónde estaba él

