Villahizán de Treviño
Todos los años por estas fechas de morado pesaroso y de palma alegre, de espina roja y de blanco misterio, nuestros titanes de la aconfesionalidad suelen escribir, para quien quiera leerlos, indignadísimas piezas de afrancesamiento urgente en torno al fastidio que suponen las procesiones para la fluidez del tráfico o, abrevando más hondo incluso en el venero de la sociología, denuncian de corrido la España de charanga y pandereta, la beatería irrefragable, los vestigios torquemadianos y los atavismos oscuros de la sinrazón pietista, que parece mentira, en pleno siglo XXI, cómo es que todavía permiten asaetear a jaculatorias en vía pública a una Virgen que pasa lacrimosa, con todo lo que eso conlleva de falta de respeto a la acendrada asepsia de las convicciones del ateo, tan respetables como cualesquiera otras en un Estado-de-Derecho. Esta última apelación al progreso sirve siempre de prueba del algodón donde contrastamos el hollín cerebral del tonto moderno revelado en toda su triunfante estupidez.
—El tonto no se inquieta cuando le dicen que sus ideas son falsas, sino cuando le sugieren que pasaron de moda —enseña Gómez Dávila.
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