Se trataba de escapar a la resaca del debate, esa ficción hinchada por los medios que vagabundeamos desquiciados por la paramera informativa de nuestros febles candidatos y hemos de adornarles con corbatas, menús, fundas de dientes e insospechadas habilidades, del mismo modo que el náufrago Tom Hanks redecoró un balón de voley para obtener a Wilson, locuaz confidente con quien saciar las necesidades comunicativas para no volvernos locos del todo.
Necesitábamos airearnos, pues, y dónde mejor que en el Museo del Prado, como bien sentenció Dalí cuando le preguntaron qué única cosa rescataría si se declarase un incendio en la pinacoteca: “El aire de Las Meninas”, respondió pinzándose el bigote. Otro surrealista, Jean Cocteau, de quien Ruano escribió que tenía manos de estrangulador inglés, demostró sin embargo numerosa sensatez cuando, preguntado por lo mismo, se quedó un momento pensativo y al fin concluyó: “Rescataría el fuego”. Pues eso, que no está El Prado para que se quemen ni las colillas que apura el bedel, y menos cuando traen 170 piezas del Hermitage, ese modesto caprichín de Pedro el Grande donde hasta los angelotes nudistas de Rafael se vestirían de marinero para flotar entre las arañas de Bohemia. Ahora los ricos se encargan un chalé en la Finca esa del fútbol o esponsorizan la F-1, ya me dirás tú. Otro síntoma de que nuestra civilización se tambalea –como mínimo– es que la entrada me salió gratis enseñando el mismo carné de prensa que los traperos con pretensiones del tenderete Abercrombie habían desechado la semana pasada. En la cola, formada básicamente por jubilados del barrio de Salamanca y guiris de buena posición –tampoco esperaba encontrar a la madre de El Cuco–, uno era el más joven. Bueno, había también un gallumbazos que sujetaba el bolso a su rubia con pinta de haber canjeado visita artística matutina por noche de póker con los colegas...
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