En la mañana de ayer te cruzabas por la calle con frikorros atildados en levitón negro, ufanos de reencarnar una mezcla de Brandon Lee en El cuervo con el Neo de Matrix, aunque no pasaban de diáconos intonsurados, por no decir que iban haciendo el sandio, que es lo que dirían en La Puebla de Almoradiel, de donde viene mi familia, al ladito de Corral de Almaguer, de donde viene Sara Carbonero.
Iba uno camino de la plaza de Callao, donde los activistas de Igualdad Animal habían plantificado un cementerio de cartón cuyo diseño imitaba la sobria geometría de las cruces de Omaha, sólo que con criaturas franciscanas en lugar de marines. Es que ayer, coincidiendo con el Día de Difuntos se celebraba el Día Internacional del Veganismo. Ya saben ustedes que la peña se aburre kilos y que el tedio es el umbral de la sandez, así que aquí cada hoja del calendario festeja el Día Internacional de algo, sea de la Compresa con Alas o del Desfibrilador Genital, e incluso a veces caen los dos en el mismo jueves y entonces te dan la crónica hecha. Pero ayer se trataba de veganismo, que por si no lo saben es una vuelta de tuerca aproximadamente salafista al vegetarianismo que prohíbe a sus seguidores –y trata de prohibírnoslo al resto– no ya comer carne o ir a los toros, sino incluso beber leche o vestir ropa compuesta por moléculas sospechosas de haber participado en la estructura celular de un animal cualquiera...
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