Jorge Bustos
Salí de casa y topé con la Reina de España. No me pasa a menudo, pero tampoco me extrañó porque en mi barrio lo mismo le pisas el harapo a un perroflauta derrumbado en tu portal que coincides en el japonés con tres ministros o incluso un tertuliano. Doña Sofía recaudaba tras una mesa petitoria de la Cruz Roja a los pies del Congreso, ablandando a los leones con esa sonrisa que resume con eternidad de mármol griego los conceptos de dignidad y abnegación. “¡Es igual!”, exclamó a mi lado un curioso. ¿Y qué quería usted, oiga, que la Reina en vez de a la Reina se pareciera a Angela Merkel? No me detuve mucho porque quería ver si los quiero y no puedo de Abercrombie & Fitch me sellaban la compostelana del pijerío que ahora peregrina extático a la plaza del Marqués de Salamanca. Supe de la ubicación del estrenado santuario textil al advertir que doblaba la esquina una cola poco equiparable a la del Inem, formada por quinceañeras cerebralmente devastadas por Gossip Girl y dandis ambiguos de esos que preferirían quitarse el derecho al voto antes que las gafas de sol en el metro. Cuando van en metro. Es lo que Marx, en uno de sus escasos aciertos diagnósticos, definió como “fetichismo de la mercancía” y rige entre los pijos como el 3G entre los hare krishna de Jobs. ¿Pero qué es, en realidad, un pijo? Pues alguien inhábil para la autonomía intelectual, ética o estética. Es decir, el esnob frivolón y papanatas de los salones burgueses del XIX pero con convicciones democráticas y sin nociones de solfeo. O sea, lo peor a excepción de los perroflautas, aunque acusan la misma escasez de lecturas y riqueza de prejuicios en sentido inverso.
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Salí de casa y topé con la Reina de España. No me pasa a menudo, pero tampoco me extrañó porque en mi barrio lo mismo le pisas el harapo a un perroflauta derrumbado en tu portal que coincides en el japonés con tres ministros o incluso un tertuliano. Doña Sofía recaudaba tras una mesa petitoria de la Cruz Roja a los pies del Congreso, ablandando a los leones con esa sonrisa que resume con eternidad de mármol griego los conceptos de dignidad y abnegación. “¡Es igual!”, exclamó a mi lado un curioso. ¿Y qué quería usted, oiga, que la Reina en vez de a la Reina se pareciera a Angela Merkel? No me detuve mucho porque quería ver si los quiero y no puedo de Abercrombie & Fitch me sellaban la compostelana del pijerío que ahora peregrina extático a la plaza del Marqués de Salamanca. Supe de la ubicación del estrenado santuario textil al advertir que doblaba la esquina una cola poco equiparable a la del Inem, formada por quinceañeras cerebralmente devastadas por Gossip Girl y dandis ambiguos de esos que preferirían quitarse el derecho al voto antes que las gafas de sol en el metro. Cuando van en metro. Es lo que Marx, en uno de sus escasos aciertos diagnósticos, definió como “fetichismo de la mercancía” y rige entre los pijos como el 3G entre los hare krishna de Jobs. ¿Pero qué es, en realidad, un pijo? Pues alguien inhábil para la autonomía intelectual, ética o estética. Es decir, el esnob frivolón y papanatas de los salones burgueses del XIX pero con convicciones democráticas y sin nociones de solfeo. O sea, lo peor a excepción de los perroflautas, aunque acusan la misma escasez de lecturas y riqueza de prejuicios en sentido inverso.
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