José Ramón Márquez
Vuelven a Madrid en esta última de la feria de otoño los Adolfos. Aún seguimos a la espera de una explicación convincente sobre cual fue la razón de que en la Feria de San Isidro 2010 se retirase la corrida de este hierro para sustituirla por una porquería del Marqués de Domecq.
De aquella misteriosa e inexplicable decisión el mayor perjudicado fue Rafaelillo, Rafael Rubio en el carnet de identidad, a quien las gentes soliviantadas por la inesperada sustitución no permitieron apenas que hiciese otra cosa aquel día que despenar a sus oponentes sin pena ni gloria. Hoy, sin embargo, Rafaelillo ha podido estar en su medio natural, que son estas corridas donde está presente el toro, para dejar su sello de hombre valiente y de la forma en que su torería se crece en las dificultades.
La corrida que mandó Adolfo Martín hoy a Madrid es de ésas que siempre te hacen acordarte de los pitiminís del escalafón, de ese Manzanares de finura levantina, de ese Morante de sonidos negros, de ese Talavante dominador de mansos, y también de ese July, torero poderoso, heredero directo de Gallito al decir de los que saben, o de ese José Tomás, torero trágico.
Toda la nómina de sandeces que uno va escuchando a lo largo de la temporada se te vienen encima al ver salir a la arena blancuzca de Las Ventas a Aviadorito, número 102, con esos pitones asaltillados, con esa mirada hueca, con la seriedad de un Catedrático de hace un siglo. ¿Cómo es que esas grandes figuras no querrán ni ver a estos grandes oponentes?, nos preguntamos una vez más. Y la respuesta la hallamos en cuanto vemos el descalzaperros que monta Aviadorito con su sola presencia, el miedo que se palpa en el ambiente, la forma en que echa mano a José Mora y está con él tirándole derrotes y zarandeándole en el suelo y por el aire sin atender a los capotes. Porque Aviadorito infunde miedo y eso es algo tan poco cultural, tan fuera de esta Acrópolis que es la cúpula del toreo, que por ello no es extraño que ninguno de los abajofirmantes del trust quiera verse con nada que se le parezca.
A Aviadorito le pusieron cuatro veces al caballo y le dieron más que a toda la cabaña del Cuvillo en lo que va de año. Bueno, pues ni por ésas consiguieron que el bicho nos enseñase la lengua. Recatado él. Aviadorito era el toro de lidia. Lo que como mínimo debe ser el toro de lidia: un animal de casta que infunde respeto. Y luego, que sea manso o bravo es otra discusión, que si es bravo ya tocamos el cielo, pero que meta miedo y provoque respeto es lo mínimo que se debería pedir al toro para empezar a hablar.
Rafael Rubio estuvo hecho un tío con ése y mucho más con su segundo, Sevillanito, número 77, a quien le planteó la pelea en el mismo platillo de Las Ventas; un hombre y un toro solos de tú a tú. Emocionantes trasteos a los que me niego a poner peros, homenaje de un torero a su oficio, tragándose el miedo y burlando las acometidas tantas veces inciertas de la fiera con un trapo rojo armado con un palito. Gloria del toreo y gloria de la mano izquierda, en la que se halla la verdad de la tauromaquia. Desde luego, el que hizo los lotes se lució de veras con Rafaelillo, porque la sola presencia de los dos que le prepararon habría quitado el hipo a mucho más de la mitad del escalafón, contando de arriba hacia abajo.
¿Y los otros? Pues no seré yo quien se ponga con que si tal o si cual. Ahí estuvieron con los toros que Manzanares no ha visto en su vida, que a Cayetano le parecen una ordinariez, que a July le producen tembleques, que a José Tomás le llevan a indultarles la vida como le pasó en Las Ventas con aquel Lagartijo II que se dejó vivo tras los tres avisos. Ahí estuvieron Antonio Barrera y Serafín Marín frente a adolfos de diversa condición, desde el muy toreable Sombrerero, número 13, hasta el cárdeno Aviador, número 4. Toros de lidia en Madrid para que los pongan verdes los de siempre, que ya me parece que les estoy leyendo lo de la ‘casta mala’ (¿?), lo de ‘toros jurásicos’, lo de ‘toreo imposible’ y demás lindezas que tienen siempre guardadas para cualquier ganadero que no lleve sangre de juanpedro y que no haya practicado lo de ‘eliminando lo anterior’.
Antes de salir el sexto, último de la feria, en un humilde rasgo de sumisa devoción, la banda del maestro García atacó nuevamente las notas del pasodoble ‘Manuel Molés’, en loor del teñido locutor que, pertrechado tras un crespón negro a juego con el tono de sus cabellos, mueve tantos hilos del mundo taurino.