Jorge Bustos
A yer volvió por fin María a mi piso, que lleva todo el verano acumulando ringleras de pelusa como para urdir un tapiz flamenco. Se diría que custodio el Santo Grial en casa y que en cualquier momento se me va a presentar Harrison Ford resolviendo acertijos templarios para llevárselo. Pero María, que es polaca –de Varsovia, no de las Ramblas– hace con la mugre lo que los alemanes con la frontera de Polonia un par de veces por siglo. Cuando la mierda ve a mi robusta María erguirse bajo el dintel mopa en mano, se pone de perfil y se esfuerza por no señalarse, mismamente como un diputado en época de confección de listas electorales. María, en puridad, sólo tiene un defecto, derivado de ciertas veleidades artísticas que alimenta íntimamente y que la llevan a abolir los géneros literarios en los estantes, a colgarme trapos de las paredes en plan Manolo Millares y a volcarme las sillas sobre la cama y la mesa sobre el sofá, indudablemente al objeto de pasar la escoba por debajo, pero olvidando luego restituir los muebles a su estado prístino, de resultas de lo cual al volver por la noche me encuentro con que ARCO ha abierto una sucursal de performances eslavas en mi apartamento.
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